Todo indica que, en nuestro mundo, un mundo de dioses efímeros, hemos sepultado sin duelo la memoria del que es el Bien, sumo Bien, todo Bien, Dios único y eterno.
Si el mundo se puede explicar sin Dios, si puede moverse sin que un Dios lo mueva, si puede haber un mundo sin Dios, se habría quedado sin sentido un Dios sin mundo.
A Dios siempre se le reprochó la lejanía y el silencio. Y en nombre de la lejanía y del silencio hemos terminado por declararlo Dios inútil, inservible, superfluo, y no sólo por eso, también dañino.
Me pregunto de qué han hablado durante siglos los predicadores del Reino, si los hombres todavía no han aprendido que el nombre de Dios es “Dios-con-nosotros”. Más aún, que su nombre es “Dios-en-nosotros”; y que pretende que el nuestro sea “Nosotros-en-Dios”.
Me pregunto de qué hemos hablado, si todavía no hemos aprendido que Dios es Palabra, que lo es desde siempre, y que la Palabra, que es Dios, se hizo carne y acampó entre nosotros para ser escuchada, para ser guardada en el corazón, para ser nuestra luz y nuestra vida.
Me pregunto de qué hemos hablado si de Dios y su misterio hicimos un enigma filosófico, y de la liberación del hombre –de la salvación que viene de Dios- hicimos una cuestión académica.
Me pregunto de qué hemos hablado si hemos interiorizado la obligación de oír Misa todos los domingos y fiestas de guardar, y no reconocemos a nuestro lado, con nosotros, en nosotros, a Cristo resucitado.
Abandona el enigma y entra en el misterio. Fíjate en lo que dice del Dios de Jesús, del Jesús de Dios, la liturgia de este domingo.
“La misericordia del Señor llena la tierra, la palabra del Señor hizo el cielo”. Si ayer necesitaba escuchar en patera las palabras de la revelación, hoy necesito escucharlos en cada confinamiento, en cada UCI, en cada tanatorio, en cada espacio donde a Dios se le pueda acusar de ausencia y de silencio: “La misericordia del Señor llena la tierra, la palabra del Señor hizo el cielo”. La misericordia busca la cercanía; la palabra rompe el silencio. Misericordia y palabra se nos han hecho de casa en Cristo resucitado, Dios-con-nosotros, Dios-en-nosotros, Dios-para-nosotros, “buen Pastor que dio la vida por sus ovejas y se dignó morir por su grey”.
Él dice de sí mismo: “Yo soy la puerta. Quien entre por esa puerta se salvará, y podrá entrar y salir, y encontrar pastos”.
Ojalá resuenen en todos los espacios de nuestra debilidad las palabras del Salmo: “El Señor es mi pastor; nada me falta”. El Señor Dios se nos hizo pastor cercano y premuroso en Cristo Jesús: en él nos buscó, nos rescató, nos liberó, nos curó, nos alimentó…
Creyendo, hemos entrado por Cristo en el recinto de la gracia y de la vida.
Creyendo, entramos y salimos por Cristo, con libertad de hijos.
Creyendo, aunque caminemos por las cañadas oscuras de nuestros confinamientos, de nuestras fragilidades, de nuestras agonías, de nuestra muerte, lo decimos con verdad, “nada temo”, y lo decimos porque la fe nos ha dejado la certeza de que él, Cristo el Señor, “va con nosotros”: “Nada temo, porque tú vas conmigo”.
Creyendo, sabes que él, Cristo Jesús, “ha venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia”. Feliz abrazo con Cristo resucitado en la intimidad de tu vida. No se ha quedado fuera de ella el que ha venido al mundo para ti.