Obispo de Tánger – Santiago Agrelo

 

SALUDO

Queridos amigos de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía.  Señoras. Señores: Paz y Bien.

Si alguien preguntase qué nos ha traído hoy a este encuentro, podríamos responder que nos ha convocado la defensa de los derechos humanos. Así es.

Confieso, sin embargo, que he llegado a pensionista sin haber leído la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Y constato con asombro que son muchos los que, habiéndola firmado, supongo que después de haberla leído, no la respetan; y que seguramente somos muchos los que, sin haberla firmado y puede que ni siquiera leído, ponemos todo el empeño en respetarla escrupulosamente.

Porque va a ser que lo que cuenta no es un papel que todos pueden firmar e ignorar; lo que cuenta es el ser humano, la persona humana, ese otro que es como yo y en el que puedo reconocerme.

Aquí me han traído hoy vuestra benevolencia y las certezas morales que han guiado mi vida como ciudadano y como cristiano.

A ese mundo de certezas pertenece la de la comunión de todos en una misma y única humanidad. Si las cosas son así, servir a otro es de alguna manera, servirse uno a sí mismo; servir a quien se encuentra en situación de necesidad es siempre un modo de remediar la propia necesidad; eso me lo enseñó el profeta que dijo: “No te cierres a tu propia carne”.

De ahí que la Delegación Diocesana de Migraciones de la Iglesia de Tánger y yo mismo nos sintamos hoy no poco confundidos en un evento que es de ¡reconocimiento de la solidaridad que cada día tenemos con nosotros mismos!

Por esa misma antigua y entrañable identificación de los pobres con uno mismo, sería poco comprensible que nadie recordase hoy lo que ayer ha compartido con los demás, pues sería algo así como recordar lo que ayer hemos comido: ¡Nadie guarda memoria de eso!

Mi admirada Simone Weil lo dijo de esta manera: “El benefactor de Cristo, en presencia de un desdichado, no siente ninguna distancia entre la persona que tiene delante y él mismo; proyecta hacia el otro todo su ser; y desde ese momento el impulso a dar de comer es tan instintivo, tan inmediato, como el de comer uno mismo cuando tiene hambre. Y cae enseguida en el olvido, como caen en el olvido las comidas de días pasados”.

Un segundo motivo de confusión para la Delegación y para mí es que llevamos años intentando hacer visibles a esos inmigrantes que las opciones políticas han hecho clandestinos en los países por donde transitan, y resulta que ¡nos hemos hecho visibles a nosotros mismos!

Y aquí me toca confesar pecados que, en la lucha por la justicia, pueden haberse escondido en los pliegues de la solidaridad:

Podemos olvidar que al necesitado no le damos de lo que es nuestro, sino de lo que es suyo.

A algunos, que tienen recursos para ayudar, les he oído reclamar el agradecimiento de quienes son ayudados: olvidamos que no estamos dando, sino devolviendo, y que por eso mismo, no hemos de reclamar gratitud, sino que hemos de pedir perdón.

Por otra parte, no sé cómo habremos de arreglárnoslas en circunstancias como ésta para que “no sepa la mano izquierda lo que hace la mano derecha”.

Y, último capítulo de esta confesión: mucho me temo que no hayamos amado a los pobres “tanto que nos perdonen la escudilla de sopa que les damos” (Vicente de Paúl).

El pan compartido, la mano estrechada, el abrazo fraterno, son reconocimiento y defensa de la dignidad y de los derechos de todos los miembros de la familia humana.

El pan compartido, la mano estrechada, el abrazo fraterno, son pequeños pasos que se dan hacia un mundo en el que “los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de libertad de palabra y de creencias”.

El pan compartido, la mano estrechada, el abrazo fraterno, son los primeros nombres que damos a una relación que queremos que sea humana con todos.

No hacen falta declaraciones solemnes para compartir pan, estrechar manos y abrazar hermanos.

La DUDH está ahí, firmada por todos los que salían de las atrocidades de la II Guerra mundial y habían conocido la barbarie de crímenes contra la humanidad justificados con ideologías supremacistas y totalitarias. La DUDH está ahí, y, sin embargo, en los once años de mi servicio como obispo en la diócesis de Tánger, he sido testigo de la violación continuada del derecho de todos a emigrar, del derecho de todos a la integridad física; he visto humanidad esclavizada, humillada, vejada, utilizada; he visto pisoteada la dignidad humana, mujeres y hombres mendigando lo que se les debe de justicia. He visto tanto sufrimiento inútil y evitable, que sólo puedo avergonzarme de pertenecer al mundo de quienes lo provocan.

Una constatación o, si ustedes prefieren, una evidencia: en esos once años de testigo en la frontera sur de España, la situación de los emigrantes no ha hecho más que empeorar. Han sido once años de descenso en la escala del respeto a la dignidad de las personas, y de progresiva degradación social en materia de solidaridad con los pobres: de ignorar sus sufrimientos y mirar para otro lado, hemos pasado a justificar que se les condene a la esclavitud y se les deje morir.

A quienes me pregunten qué hacer para poner remedio a este mal que amenaza con destruir nuestro patrimonio de humanidad, les recordaré la importancia de compartir pan, estrechar manos y abrazar hermanos; que es un modo de pedir que se te encuentre siempre al lado del que sufre, siempre solidario con él; y ése es tu modo de mostrar que reconoces en el otro a uno como tú mismo.

Pero puedo decirlo de otra manera: que te encuentren siempre al lado de los que sufren, siempre con los pequeños, siempre entre los últimos.

Ahora bien, si son muchos los motivos que tengo para sentir confusión en este acto, también los tengo y muchos para estaros agradecido, todo lo agradecido de que soy capaz, por esa extraña decisión de reconocimiento a estos repartidores de pan y de abrazos. Necesito agradecéroslo cuanto sé y puedo, ya que ese gesto vuestro, es un modo bien sencillo y eficaz de decirle a alguien –seguramente que a muchas personas-, que los inmigrantes están aquí. Ellos son hoy aquel niño solo del que habla con inmensa ternura Eduardo Galeano en El libro de los abrazos:

«Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían… se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso. Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: _Decile a… -susurró el niño-, decile a alguien que yo estoy aquí».

Gracias, amigos, gracias por este reconocimiento, que es un modo de recordar que los inmigrantes están aquí, que existen, que tienen derechos, y que están olvidados en la soledad de la frontera sur de España.

Gracias, también en nombre de la Delegación Diocesana de Migraciones. Un abrazo de este hermano menor.

Cádiz, 10 de diciembre de 2018.

Santiago Agrelo Martinez, obispo