VENDREMOS A TI

Lo hemos oído en los Hechos de los Apóstoles: “De muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban”. En realidad, a la ciudad de Samaria no había llegado un médico capaz de remediar toda enfermedad, ni tampoco un mago capaz de dominar con sus poderes las fuerzas del mal; a Samaria había llegado sólo la palabra que “predicaba a Cristo”. Llegaba la palabra, y retrocedía el mal. Llegaba la palabra, y “de muchos salían los espíritus inmundos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban”.

Mientras escuchabas la narración, tu corazón daba testimonio de que estabas oyendo la verdad, pues también a tu vida había llegado la palabra que “predicaba a Cristo”, y tú habías sido liberado, habías sido curado, habías sido redimido, habías sido salvado.

Y cuando el lector dijo: “La ciudad se llenó de alegría”, ya no pensaste en Sa-maria, sino en ti mismo y en la asamblea de la que formas parte, porque, desde que aco-giste la palabra que “predicaba a Cristo”, se te ha dado un gozo que nadie podrá quitar-te, el mismo que tienen los que están contigo en esta asamblea santa. En verdad se os puede llamar, “la ciudad que Dios llenó de alegría”.

Luego el lector añadió: “Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”. Entonces tu pensamiento te llevó, no a Samaria sino a la Iglesia en la que fuiste bautiza-do, a la fuente en la que naciste del agua y del Espíritu, al obispo que te confirmó, a todas las asambleas eucarísticas en las que, recibiendo a Cristo Jesús, has recibido de él el Espíritu que te transforma en ofrenda agradable a los ojos de Dios.

Después de oír lo que el Señor ha hecho contigo, necesitas contarlo y cantarlo: “Venid a escuchar; os contaré lo que ha hecho conmigo”. “Aclamad al Señor, tocad en honor de su nombre, cantad a su gloria”. Cuéntalo una y otra vez a tu corazón, deja memoria de las obras de Dios en todos los rincones de tu vida, en todas las estancias de tu ser, de modo que siempre cante quien siempre recuerda, quien siempre agradece, quien siempre ama. Cuéntalo a la creación entera, para que toda ella cante contigo la gloria de Dios.

Con todo, todavía no has hecho más que acercarte al misterio de salvación que estás celebrando. Acoger la palabra que “predica a Cristo”, significa en realidad “amar a Cristo”, y también “guardar sus mandamientos”. Si acoges la palabra que “predica a Cristo”, la gracia te redime; si amas a Cristo, él le pedirá al Padre que te dé otro Defen-sor que esté siempre contigo, el Espíritu de la verdad. Si acoges la palabra que “predica a Cristo”, Dios llenará de alegría la ciudad; si amas a Cristo, guardarás sus mandamien-tos, y el Padre te amará, Cristo te amará, Cristo se te revelará. Si acoges la palabra que “predica a Cristo”, pasarás de la esclavitud a la libertad, del pecado a la gracia, de la muerte a la vida; si amas a Cristo, guardarás su palabra, y el Padre te amará, y vendrán a ti, y harán morada dentro de ti. Tú acoges la palabra de Dios, y es para ti la Pascua del Señor, el paso liberador de Dios por la vida de los esclavos; tú acoges la palabra de Dios, y tu vida se llena de alegría porque se ha llenado de Dios.

Ahora ya puedes cantar el cántico nuevo, el de la Pascua última: “Grandes y ma-ravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos!”.

Aún así, no hemos hecho más que asomarnos al misterio que celebramos. Has oído al Señor que te decía: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él”. Vendrá a ti el que amas, vendrá a ti el que te ama; vendrá a ti, como palabra para ser creída; vendrá a ti, como pan de vida para ser comulgado; vendrá a ti, como pobre para que lo acudas en su necesidad. Él vendrá a ti: si le acoges, tu vida será un canto de amor en la ciudad que Dios llenó de alegría.