
Carta a la archidiócesis de Tánger con motivo de la solemnidad de Pentecostés 2025

El Espíritu Santo nos colme con su luz y con la fuerza de sus siete dones a todos los que seguimos las huellas de Jesucristo en esta Iglesia particular de Tánger.
Cuando nos disponemos a celebrar la solemnidad de Pentecostés como culminación del Tiempo pascual os escribo, como cada año, una carta con el ánimo de estimular en cada uno de vosotros una acogida del Paráclito cada vez más dinámica, que potencie en nuestra pequeña comunidad eclesial un deseo más vivo y operante de anunciar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo con la vida y la palabra. En esta ocasión el texto que os ofrezco tiene una forma literaria que facilita, puede servir también para la reflexión y la oración personal y comunitaria. Como punto de partida os propongo un fragmento de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses.
“Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; y así, actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2,6-9).
Este texto, que tan frecuentemente proclamamos en la oración vespertina de la Liturgia de las Horas, define plenamente la magnífica y dramática realidad del misterio de la Encarnación del Verbo. No estamos ante un juego de apariencias, ante un Dios que simula ser hombre, como quería el docetismo[1]. ¡No! Por la encarnación Dios asume en Jesucristo la profunda realidad de la existencia humana. Pero esto mismo hace que el Omnipotente entre libremente en nuestras limitaciones más hondas. De hecho, Jesucristo, el Hijo de Dios, experimenta su existencia terrena desde una triple limitación vivida con todas sus consecuencias.
– LIMITACIÓN TEMPORAL. Jesús de Nazaret vive en un tiempo determinado; su historia personal se encuadra en unas coordenadas temporales muy precisas: “Por aquellos días el emperador (César Augusto) dictó una ley que ordenaba hacer un censo en todo el imperio. Este primer censo se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria” (Lc 2,1-2); “el año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea; estando Herodes a cargo de la provincia de Galilea; su hermano Filipo a cargo de la provincia de Iturea y de Traconítide; y Lisanias a cargo de Abilene; bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto” (Lc 3,1-2).
Como hombre, Jesús experimenta la limitación de una vida breve; apenas 33 años marcan el desarrollo de toda su existencia humana. Por lo que se refiere a la duración de su vida pública. Según San Juan, ésta duró un mínimo de dos años, puesto que menciona tres celebraciones pascuales. Los evangelios sinópticos colocan las cosas de manera diversa. No hablan más que de una subida a Jerusalén, una sola Pascua; según esto toda la vida pública de Jesús se habría podido desarrollar en apenas unos meses. Aceptando el planteamiento de san Juan y, con él, los datos de la tradición, el ministerio evangelizador de Jesús se extendió, en el mejor de los casos, a lo largo de tres años.
– LIMITACIÓN ESPACIAL. Jesús nace en un territorio determinado. La tierra que llamamos “Santa”, ligada a la historia de los grandes imperios que se sucedieron a lo largo de los siglos en la Cuenca mediterránea; una tierra que en tiempos de Jesús se encontraba bajo el control romano. Pompeyo había tomado Jerusalén el año 63 a.C., inaugurando así el comienzo de una ocupación de varios siglos.
Dentro de este territorio, Jesús nace en Belén, pueblo minúsculo de Judá, importante por ser la cuna del rey David, pero carente en esa época de cualquier importancia económica, política o social. La mayor parte de su vida se va a desarrollar en Nazaret, en la región de Galilea, trabajando con sus manos como un artesano más. Y, cuando tras el bautismo en el Jordán, se lanza a un ministerio itinerante de predicación, la zona que recorre se extiende a lo largo y ancho de unos pocos kilómetros cuadrados. Sus palabras y sus gestos/signos son apreciados, en el mejor de los casos por unos pocos miles de conciudadanos.
– LIMITACIÓN CULTURAL/LINGÜÍSTICA. Como todo ser humano, Jesús nace en el seno de un pueblo, el pueblo de Israel; heredero y portador de una historia y una cultura muy determinadas; un pueblo que se expresa en arameo[2], una lengua y una cultura con categorías muy precisas.
Cuando contemplamos esta triple limitación en que se enmarca la vida de Jesús, común a todo ser humano, no podemos por menos de sorprendernos y “escandalizarnos” ante la pretensión del rabí Jesús de Nazaret y de sus discípulos de la primera hora de colocar en Él el centro de la historia y del cosmos, la manifestación plena y definitiva de Dios y de su designio de salvación. Cuando vemos esta triple limitación (temporal, espacial y cultural) nos parecen una hipérbole carente de sentido algunas expresiones que encontramos en el Nuevo Testamento, por ejemplo lo que San Pablo afirma en la Carta a los Filipenses: “Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo. Y toda lengua proclame que Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10-11).
Es cierto que todos los testimonios evangélicos refieren el hecho de la resurrección/glorificación como la manifestación de que Dios ponía un sello de autenticidad en toda la vida y obra de Jesús de Nazaret; es verdad también que la resurrección hace que Jesús, superada la barrera de la muerte, rompa definitivamente los lazos de la limitación que atenazan al ser humano en su devenir histórico. La resurrección hace que toda la vida y misión de Jesús (el Cristo, el Mesías) no quede reducida a la de un doctor de la Ley que tiene algunas ideas más o menos luminosas y realiza una serie de gestos/signos sorprendentes que las corroboran… pero sin más transcendencia. Es verdad que la resurrección hace de aquel rabí un personaje del todo particular…
Y, sin embargo, las manifestaciones del Resucitado parecen seguir estando sometidas a ciertas limitaciones: Jesús, vencedor sobre la muerte, se aparece siempre y sólo a sus discípulos; lo sigue haciendo casi sólo y exclusivamente en el escenario geográfico en que se ha desarrollado su vida terrena; se expresa con las mismas categorías lingüístico-culturales con las que lo hacía antes de su pasión y muerte…
Da la sensación de que el Resucitado ha roto, sí, las barreras y los límites impuestos por la muerte, pero para permanecer únicamente alentando la débil y mortecina esperanza de unos pocos discípulos incapaces de asimilar y remontar el drama del fracaso del maestro.
Atendiendo a los datos del Nuevo Testamento no hay duda, en efecto, de que la comunidad de los primeros seguidores de Jesús vive con un profundo desconcierto, tanto los acontecimientos previos a la pasión y muerte como los que siguen a la resurrección:
- Es una comunidad COBARDE: “La tarde de aquel mismo día, el primero de la semana, los discípulos estaban en una casa con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. (Jn 20, 19); “ocho días después, los discípulos estaban de nuevo reunidos en casa… con las puertas cerradas” (Jn 20.26).
- Es una comunidad HUIDIZA: El relato de los dos discípulos que van camino de Emaús (cf. Lc 24, 13-33) es emblemático del miedo, el desconcierto y la huida en que se encuentra sumido el grupo de los Apóstoles y la Iglesia naciente.
- Es una comunidad DESCONCERTADA: “El primer día de la semana, muy temprano, (las mujeres) fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado… Entraron y no encontraron el cuerpo del Señor Jesús, de manera que no sabían qué pensar” (Lc 24,1-3); “regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no las creían. Pedro se levantó y corrió al sepulcro vacío. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido” (Lc 24, 9-12); “mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos. Les dijo: «Paz a vosotros». Estaban atónitos y asustados, pensando que veían algún espíritu” (Lc 24, 36)
Leyendo los relatos evangélicos post-pascuales se percibe que la comunidad de los discípulos de Jesús vive la dramática experiencia de la pasión y muerte de Jesús sin ser verdaderamente capaz de llegar a comprender el alcance de su resurrección. Aparentemente toda la vida y misión de Jesús se aboca al más estrepitoso de los fracasos. Y…, sin embargo, no es así.
Ya en su discurso de despedida (cf. Jn 13-17) Jesús prepara a sus discípulos para el momento posterior a su muerte, resurrección y ascensión; de hecho, las apariciones del Resucitado tienen como misión fundamental fortalecer la fe vacilante de los discípulos y recordarles el contenido de aquel discurso: “Yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado que estará con vosotros para siempre: El Espíritu de la Verdad… que permanece con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, sino que vendré a vosotros” (Jn 14,16-18); “os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; en adelante el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 25-26); “os conviene que yo me vaya. Porque si no me voy no vendrá a vosotros el Defensor. Pero si me voy os lo mandaré… Tengo muchas más cosas que deciros, pero no podéis entender de momento; cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hacia la verdad plena… Él me glorificará porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo lo que tiene el Padre también es mío. Por eso os he dicho que recibirá de lo mío para anunciároslo” (Jn 16,7. 12.14-15).
Es la promesa que Jesús hace a sus discípulos de enviarles el Espíritu Santo la que abre de par en par las puertas de la esperanza a una perspectiva de plenitud. El Espíritu Santo en cuanto guía hacia la plenitud de la verdad y perenne recordatorio de la Buena Noticia anunciada por el Señor Jesús.
Es el Espíritu Santo quien garantiza que la misión de Jesús no está circunscrita a limitaciones de tiempo, espacio, lengua y cultura. De hecho, la irrupción del Espíritu Santo en Pentecostés dota de contenido pleno las promesas de Jesús. Es el Espíritu Santo quien hace romper a Jesús la triple limitación que, en cuanto hombre le circunscribía y a las que el Verbo se había sometido voluntariamente por el misterio de la Encarnación.
El libro de los Hechos de los Apóstoles es, en este sentido, el auténtico paradigma de la verdad contenida en las promesas de Jesús: “Os conviene que yo me vaya para que el Paráclito venga a vosotros” (Jn 16,13).
Vamos a analizar brevemente lo que sucedió en Jerusalén a la naciente Iglesia el día de Pentecostés. En aquella jornada memorable estaban reunidos los Apóstoles juntamente con María, algunas mujeres y seguramente otros discípulos (cf. Hch 1,13-14). La irrupción del Espíritu Santo tiene lugar en este contexto de espera, sostenido por las palabras de Jesús: “Recibiréis el Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra” (Hch 1,8).
No nos vamos a detener en la hermosa descripción que realiza San Lucas, pero sí vamos a tener en cuenta las consecuencias que la venida del Espíritu Santo tiene para los Apóstoles y para la Iglesia de todos los tiempos.
► En cumplimiento de la promesa de Jesús, la venida del Espíritu Santo supone una ruptura de la LIMITACIÓN ESPACIAL. Los discípulos se dispersan por Judea, Samaría, Costas del Mediterráneo, Asia Menor, Roma… y así hasta los últimos rincones del mundo. Es la fuerza del Espíritu Santo la que ha hecho saltar este límite encarnacional del hijo de Dios. Asistimos a una expansión del Evangelio que está llamada a no detenerse nunca.
► Ruptura de la LIMITACIÓN TEMPORAL. Hay unas palabras de Jesús cargadas de un profundo significado: “El Espíritu Santo os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que os he dicho… Tengo muchas más cosas que deciros, pero no podéis entenderlas ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena” (Jn 14,26; 16,12-13) y también “… Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28-20).
Son palabras que hablan de una presencia como compañía, guía y recuerdo. El Espíritu Santo es la Memoria de la Iglesia. Con Jesús, Verbo encarnado, el Padre ha dicho todo aquello que tenía que decir al hombre y la Historia de la Salvación ha llegado a su plenitud; ya no es posible una revelación ulterior. Pero sí hay lugar para que el Espíritu Santo vaya recordando a la Iglesia de todos los tiempos la Buena Noticia de Jesucristo, haciendo emerger en cada momento aquello que los apóstoles “no podían entender de momento” (Jn 16,13).
La presencia del Espíritu Santo, don pascual del Señor resucitado, está destinada, además, a acompañar a la Iglesia hasta el final de los tiempos, hasta la Parusía, cuando el Padre recapitule en Cristo todas las cosas (Cf. Ef 1,10).
► Ya en el mismo día de Pentecostés, apenas producida la efusión del Espíritu Santo, se produce la definitiva Ruptura de la LIMITACIÓN LINGÜÍSTICA Y CULTURAL. La Iglesia anuncia por boca de Pedro el mensaje de la Salvación, y éste es comprendido por personas de las más variadas procedencias geográficas y culturales. En el elenco de Hch 2,8-12, estas personas representan a la totalidad de los pueblos de la tierra. Ahora bien, esto que se da el día de Pentecostés, no es sino la primicia de lo que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, realiza a lo largo de todo el libro de los Hechos de los Apóstoles y sigue realizando también hoy a través de un anuncio inculturado del Evangelio en todos los pueblos, razas, lenguas y culturas de la tierra.
En esta misión evangelizadora que rompe todos los límites y supera ampliamente cualquier frontera lingüística, cultural, espacial y temporal, la Iglesia debe volver constantemente los ojos y el corazón al Espíritu Santo, Él es quien la guía -quien nos guía- hasta la verdad plena. Es Él quien nos invita, aquí y ahora, a recordar y a hacer nuestras las palabras de Jesús: “remad mar adentro y a echad las redes para pescar”. (Mt 5,4)
La Iglesia y el mundo necesitan hoy más que nunca testigos que crean, confíen y se apoyen en el Resucitado; personas creyentes que sepan que Dios ha sellado la palabra y la vida de Jesús y que manifiesten con su vida y su palabra que no hay para ellos otra manera de vivir que la de ser discípulos del Señor.
De este modo, sostenidos por la fuerza pentecostal del Espíritu Santo, los cristianos somos enviados -misioneros- para hacer resonar la Palabra de Dios por todo el mundo, sin prepotencia y sin apocamiento; recordando las palabras de Jesús: “… no os preocupéis por lo que habréis de decir; decid lo que se os inspire en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis sino el Espíritu Santo” (Mc 13,11).
El libro de los Hechos de los Apóstoles, paradigma de la Iglesia de todos los tiempos, evidencia esta presencia operante del Paráclito. Como los discípulos de la primera hora también nosotros vivimos inmersos en su órbita y actuamos movidos por su poder, sin olvidar nunca que el mismo Espíritu actúa, no sólo en los evangelizadores, sino también en los receptores de la Buena Noticia. Es más, antes de escuchar el anuncio de la Palabra, ya hay en ellos elementos de gracia (“semina verbi”)[3] suscitados también por el mismo Espíritu.
De este modo responderemos aquí y ahora, en la archidiócesis de Tánger, a la llamada del Señor siendo sus testigos y tratando de configurar la historia de una forma nueva: defendiendo la vida allí donde está amenazada y acercándonos a las víctimas de tantos y tantos sufrimientos. Testigos que, al prolongar la misión de Jesús, actuaremos a su estilo, nuestra pastoral no será de conquista (al estilo del mundo y de las sectas) sino de cercanía y desapropiación. Dispuestos a asumir, en el nombre de Jesús, las incomprensiones y los desprecios; superando miedos y asumiendo riesgos; sabiendo que nadie podrá arrebatarnos nuestra alegría (cf. Jn 16,22).
Para todos mi deseo de que en este día solemne el Espíritu del Señor irrumpa en nuestros corazones y sea para nosotros lo que proclamamos en la Secuencia de Pentecostés: dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjugue las lágrimas, y reconforte en los duelos; que entre hasta el fondo del alma, lave nuestras manchas, fecunde nuestros desiertos, cure nuestras heridas; doblegue nuestra soberbia, caliente nuestra frialdad, y enderece nuestras sendas.
Recibid todos mi abrazo fraterno y mi bendición.
+Fr. Emilio Rocha Grande, ofm
Arzobispo de Tánger
NOTAS
[1] El docetismo designa un conjunto de tendencias cristológica heterodoxas surgidas en los primeros siglos del cristianismo sobre la verdadera naturaleza de Jesucristo, su existencia histórica y su realidad corporal; negaba el misterio de la Encarnación sosteniendo que su forma humana era una simple apariencia sin ninguna consistencia carnal. El docetismo sostenía que los sufrimientos y la humanidad de Jesucristo eran aparentes y no reales, su forma humana era, por tanto, una mera ilusión.
[2] La lengua que hablaban los galileos en tiempo de Jesús era el arameo. Esta lengua semítica, pariente cercana del hebreo, había conocido una gran difusión en el mundo diplomático y comercial desde el siglo VIII a.C., y se había convertido en instrumento de comunicación por todo el oriente antiguo. En tiempos de Jesús el arameo había perdido su condición de “lengua internacional” en provecho del griego, pero seguía implantado como lengua local en toda Palestina, coexistiendo con el griego.
[3] “[Los cristianos] estén familiarizados con las tradiciones nacionales y religiosas [de los no cristianos], descubran con gozo y respeto las semillas de la Palabra que en ellas laten” (Ad gentes, n. 11; cf Lumen gentium, n. 17).
“Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio […] y otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida” (Lumen gentium, n. 16; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 843).
“La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (Nostra aetate, n. 2).
“[Las religiones no-cristianas] están llenas de innumerables ‘semillas del Verbo’ y constituyen una auténtica preparación evangélica” (Evangelii nuntiandi, n. 53).
“Justamente los Padres de la Iglesia veían en las distintas religiones como otros tantos reflejos de una única verdad ‘como gérmenes del Verbo’ los cuales testimonian que, aunque por diversos caminos, está dirigida sin embargo en una única dirección la más profunda aspiración del espíritu humano, tal como se expresa en la búsqueda de Dios y al mismo tiempo en la búsqueda, mediante la tensión hacia Dios, de la plena dimensión de la humanidad, es decir, del pleno sentido de la vida humana” (S. Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 11).