Lo has oído: En el desierto, el pueblo murmura atormentado por la sed. En un pueblo llamado Sicar, una mujer, sedienta ella también, se acerca a sacar agua del manantial de Jacob. En la Cuaresma y en la vida, nosotros, sedientos de Dios, caminamos acercándonos al manantial de la dicha que es Cristo resucitado.
En el desierto, los hijos de Israel buscan agua, sólo buscan agua, y ni siquiera caen en la cuenta de que han perdido la confianza en el Dios de las promesas y la fe en las promesas de Dios. Bajo el sol del mediodía, la mujer samaritana busca agua, sólo busca agua, y ni siquiera ha caído en la cuenta de que está sola, de que “no tiene marido”, de que puede haber otra fuente, de que puede beber de otra agua.
Israel beberá del agua que brota de la peña: “Golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo”; y la samaritana beberá del manantial de Jacob. Israel y la samaritana han encontrado agua para beber, pero puede que, bebida el agua, no hayan encontrado la esperanza perdida, puede que, apagada la sed, no hayan llenado el vacío de la propia soledad, puede que, satisfecha la necesidad, no vuelvan a añorar la tierra prometida, puede que beban sin encontrar marido, puede que beban sin encontrar a Dios.
Vosotros, que escuchasteis con atención y con fe la palabra del Señor, habéis visto en el desierto algo más que la peña de Horeb, pues habéis visto al Señor ante Moisés, “sobre la peña”, y sabéis que es el Señor, no la piedra inerte, quien apaga la sed de su pueblo; sabéis que es el Señor, sólo el Señor, la roca que los salva.
Pero habéis visto también en Sicar algo más que el pozo de Jacob, pues habéis visto a Jesús, cansado del camino, sentado “junto al manantial”, y sabéis que es Jesús, no aquel manantial, el verdadero don de Dios a la humanidad; sabéis que es de Jesús, no de aquel manantial, de donde recibiréis el agua que salta hasta la vida eterna. Así se lo dice él a la samaritana, y así lo habéis escuchado vosotros: “¡Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva!”
Considera, Iglesia samaritana, a quién te has acercado, a quién has escuchado, de quién has bebido. Te has acercado al “don de Dios”, has escuchado al Hijo de Dios, has bebido de Cristo, de la única fuente que puede darte agua viva.
El día de nuestro bautismo nos hemos sumergido en el don de Dios y hemos recibido de él el agua de la vida, la ley de la gracia, el Espíritu de la santidad y del amor. Hoy comemos el Pan de la vida y bebemos el cáliz de la salvación para formar en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Terminado el ejercicio de la santa Cuaresma, celebraremos en la Pascua anual la vida que de Cristo hemos recibido, y nunca dejaremos de esperar la tierra prometida, hasta que lleguemos a la gloria del cielo, a la comunión definitiva con Cristo resucitado.
Ahora bien, quienes hemos bebido el agua de Cristo, no podemos olvidar la sed de Cristo. “Dame de beber”, dijo a la samaritana. “Tengo sed”, gritó desde lo alto de la cruz. “Tuve sed, y no me disteis de beber”, le oirán decir en el día del juicio los herederos aterrados de la muerte. “Tuve sed, y me disteis de beber”, le oirán decir sorprendidos y admirados los herederos del Reino de Dios.
Tú le das a Cristo tu vaso de agua, y él lo convierte para ti en vida eterna.