“Vamos a la casa del Señor”:

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20111023224149-cristo-pantocrator-2Queridos: La solemnidad de Cristo Rey del Universo cierra las celebraciones de nuestro Año Litúrgico. A lo largo de muchos domingos hemos acompañado a Jesús en su camino hacia la ciudad santa de Jerusalén. Hoy, llegados con él a la meta de su peregrinación, lo contemplamos crucificado y rey.

Todavía recordamos la voz del cielo que nos trajo la revelación sobre Jesús en el tiempo de su bautismo: “Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto”. Ahora, en el tiempo de su descenso a las aguas de la muerte, la revelación sobre Jesús se nos hace con un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Éste es el rey de los judíos”. Entonces, en aquel hombre bautizado como pecador, acogimos al Hijo de Dios. Ahora, en este crucificado como criminal, reconocemos a nuestro Rey y Señor.

La alegría de la Iglesia en la fiesta de su Rey es alegría multiplicada por la certeza de que Dios Padre “nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido”.

Si consideramos de dónde nos han sacado, he de recordad el despotismo de la mentira, el poder del egoísmo, el imperio de la injusticia, la opresión del pecado, la tiranía del miedo, el yugo de la muerte, “el dominio de las tinieblas”.

Si consideramos a dónde nos han trasladado, he de pediros que miréis a vuestro Rey: Lo veréis en su trono, en la cruz, y, viéndole a él, contemplaréis la nueva Jerusalén, admiraréis la “casa del Señor” hacia la que peregrináis, y podréis decir a una con el salmista: “Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén”. Contemplando a Cristo en el trono de su realeza, contempláis la verdadera Jerusalén, fundada como ciudad bien compacta, hacia la que suben las tribus del Señor. Contemplando a Cristo, contempláis la ciudad santa que Dios ha levantado con la fuerza de su Espíritu: En ella están los tribunales de justicia, en los que habéis sido juzgados y santificados, redimidos y salvados.

“¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!” Así cantaban los peregrinos cuando subían a la Jerusalén terrestre. Así cantamos los que hoy subimos a la Jerusalén del cielo, hasta Cristo el Señor, en quien habita la plenitud de la divinidad.

Ahora, queridos, volved los ojos hacia otra cruz. No es la del Rey, sino la del ladrón que está crucificado con él, a su lado. En realidad es mi cruz, y también la vuestra. Todos nos reconocemos en aquel ladrón. Todos, con verdad, hacemos nuestra su confesión: “Lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos”; nosotros estamos en el lugar que nos corresponde, “en cambio, éste –el Rey- no ha faltado en nada”. Todos, con verdad, nos unimos a aquel ladrón en su petición: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Y todos hemos experimentado la gracia de las palabras de Jesús: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora, ese ladrón que ha sido escuchado, acogido, amado, es el que hace suyas las palabras del salmista: “¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”; verdaderamente en ti, Jesús, están los tribunales de justicia, las fuentes de la gracia, la casa de la paz. No dejemos, sin embargo, que sea él solo quien cante, pues si hemos hecho nuestras su confesión y su petición, ha de ser nuestro también su canto, ya que también para nosotros se ha pronunciado la palabra del Señor: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. En efecto, ahora estamos con el Señor en la asamblea santa, participando en el banquete de su reino. Hoy estamos con el Señor, pues escuchamos su palabra y le recibimos en santa comunión.

“¡Qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor»!”

Jesús, cuántos son los crucificados que no te conocen y tienen necesidad de ti. También para ellos son tus palabras de Rey que ofrece, con su justicia, su paz. Todos son llamados a tu reino. Tu Iglesia anhela que todos te conozcan, que tengan ya ahora el consuelo de tu palabra, que todos puedan cantar la alegría de haberte conocido y haber entrado en tu reino.

¡Ven, Señor Jesús!

¡Venga a nosotros tu reino!