Amar para vivir:

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Queridos: hemos entrado en los días de la santa Cuaresma, tiempo de preparación para la solemne celebración anual de la Pascua del Señor.
Nuestros ojos se vuelven una y otra vez a Cristo crucificado y resucitado. Los hijos del hombre viejo –Adán- miramos al hombre nuevo –Cristo-. Quienes seducidos por la mentira hicimos con Adán el camino que lleva del paraíso al desierto, movidos por la fe recorremos ahora con Cristo el camino que lleva del desierto al paraíso.
En el relato del Génesis, que hoy se proclama en nuestra asamblea litúrgica, no se nos cuenta la historia de un hombre, sino la historia del hombre, nuestra propia historia, y todos somos testigos de la verdad de ese relato, pues cada uno de nosotros sabe que es en nuestra propia intimidad donde hemos oído la palabra del engañador, que es en nuestro corazón donde se ha insinuado el más astuto de los animales, que es él el enemigo que ha sembrado en nuestro interior la duda sobre la verdad de las promesas divinas, que es él el que ha puesto la semilla de la muerte donde el amor había puesto la certeza de la vida.
El espíritu de la mentira nos dijo: “No moriréis”, “se os abrirán los ojos”, “seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”, y nosotros, ávidos de un fruto que nos pareció apetitoso, atrayente y deseable, nos dejamos engañar, comimos la muerte, vimos sólo nuestra desnudez, y transformamos en desierto el paraíso donde el amor nos había colocado.
Pero vosotros no sois sólo hijos del hombre viejo, sino que, por gracia, sois cuerpo de Cristo, hijos de la humanidad nueva que, en Cristo, ha sido purificada, justificada, glorificada. Hoy contempláis al hombre nuevo que, llevado por el Espíritu de la verdad, entra en nuestro desierto. Él es el Hijo de Dios, que escogió por amor “ser como un hombre cualquiera”. Él es la Palabra de Dios, en quien estaba la Vida, que escogió “hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Él es el Ungido de Dios, que ha hecho de la obediencia a la voluntad del Padre el alimento de su vida, y así, ha transformado en paraíso el desierto a donde el Espíritu de Dios le había llevado, ha pasado de la muerte a la vida, ha iluminado la oscuridad de nuestra noche con la gloria del día de Dios.
Si consideramos la verdad de nuestra comunión con el hombre viejo, entonces hacemos subir desde lo hondo de nuestro ser la súplica humilde del pecador: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa… crea en mí un corazón puro… devuélveme la alegría de mi salvación”.
Si consideramos la verdad de nuestra comunión con Cristo, entonces, desde el corazón y los labios del creyente, sube hasta el cielo un canto de alabanza, porque en Cristo la misericordia nos ha alcanzado, la bondad nos ha rodeado, la compasión nos ha purificado, el amor nos ha recreado, la salvación nos ha ungido con óleo de alegría.
En la santa Cuaresma, confesamos humildemente nuestra comunión con el hombre viejo y nos disponemos gozosamente a la más íntima comunión con el hombre nuevo.
Queridos, si reconocemos que en Cristo, a nosotros pecadores, el Señor nos ha escuchado, nos ha defendido, nos ha cubierto con sus plumas, nos ha hecho pasar de la muerte a la vida y nos ha glorificado, cada uno de nosotros aprende con Cristo a transformar los desiertos, en los que la humanidad muere, en un paraíso, en el que a todos se ofrece la vida. Hoy aprendemos con Cristo a bajar por amor hasta los pobres, hoy aprendemos a obedecer por amor la Palabra del Señor, hoy aprendemos a dar la vida por quienes no vivirían si nosotros no les amásemos.