Beber, creer, comulgar…

3

Torturado por la sed, el pueblo de Israel  murmuró en el desierto contra Moisés, diciendo: Danos agua de beber.

Has oído también que una mujer de Samaria llega al manantial de Jacob para llenar su cántaro de agua.

Allí, sentado sobre el manantial y agotado del camino, está Jesús.

Jesús dice a la mujer: Dame de beber.

Si te pareció natural la sed de Israel  en el desierto, y te pareció cotidiano el camino de la samaritana a la fuente en busca de un agua necesaria para vivir, no te asombre la sed de Jesús, ahora insinuada, mañana gritada en el cruz, pues él lleva en la fragilidad de su cuerpo la sed de Israel, la de la mujer samaritana, la tuya, la mía, la de la humanidad entera, también la de Dios.

Un día sabrás que, en su cuerpo agotado, Jesús lleva el sufrimiento del mundo: el hambre, la sed, la desnudez, la soledad de los pequeños de la humanidad: “Tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber…”.

Y sabrás también –lo aprenderás con la samaritana- que, en aquel hombre agotado del camino –en aquel crucificado que, a gritos, va diciendo su sed-, Dios mismo se ha hecho fuente de agua viva para todos los sedientos.

En darnos como nos dio esa fuente, “en darnos como nos dio a su Hijo”, a la Roca no le queda más agua que dar, a Dios nada más le queda con que pueda apagar nuestra sed. Y así, dándose, encarnándose, entregándolo todo por amor, ha dejado patente, ha puesto a la vista de todos, que también él, el Dios del cielo y de la tierra, padece de ausencia, que también él tiene sed: sed de Israel, su pueblo; sed de aquella samaritana sin marido; sed de ti, de mí, de la humanidad entera.

Si la encarnación ya te revelaba, Iglesia samaritana, el misterio de la sed de Dios, la pasión te lo desvelará gritado desde lo alto de la cruz: Tengo sed.

El que padece nuestra sed, tiene también sed de nosotros.

Y éste es, samaritana,  el misterio de tu eucaristía de hoy: te acercas al “don de Dios”, a la fuente de agua viva; te acercas y escuchas; te acercas y comulgas; te acercas y bebes.

Bebiendo, apagas tu sed, y el agua que recibes, ese Hijo que se te da, el Espíritu que se te comunica, se convierte dentro de ti “en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”.

Bebiendo, creyendo, apagas también la sed que Jesús tiene de ti: tú recibes lo que necesitas y él se queda con lo que ama.

Bebiendo, creyendo, comulgando, aprendes a mitigar en los pobres la sed de tu Señor.

Feliz domingo, Iglesia amada de Dios.