Carta a la diócesis en Pentecostés 2024

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En vísperas de la solemnidad de Pentecostés, Fray Emilio Rocha, ofm, arzobispo de Tánger, dirige una carta a toda la diócesis con el deseo de compartir unas reflexiones sobre el Espíritu Santo, admirable constructor de la unidad, y su acción vivificadora en la Iglesia.

Lo hace desde su convalecencia tras la operación de prótesis de cadera que se realizó, según lo anunciado y de la que se repone adecuadamente.

En su carta, Fr. Emilio explica cómo la celebración de Pentecostés “nos libra de las tentaciones de la resignación y la autorreferencialidad” y cómo “Dios conforma la vida de la Iglesia como vida de comunión” a través del Espíritu Santo.

Con diversas referencias a la Palabra de Dios, al papa Francisco y otros autores, concluye con una invitación a “seguir caminando al ritmo que marca la etapa final del Sínodo de la sinodalidad”, mencionando también como ejemplo de sinodalidad la elaboración del “Plan diocesano de pastoral” que servirá como punto de referencia para toda nuestra Iglesia local.


      EL ESPÍRITU SANTO “ADMIRABLE CONSTRUCTOR DE LA UNIDAD”

Carta de Fray Emilio Rocha Grande, ofm, arzobispo de Tánger, a la diócesis
con motivo de la solemnidad de Pentecostés 2024

Cáceres, 15-5-2024

Físicamente ausente de la archidiócesis debido al proceso de recuperación tras la reciente operación de prótesis de cadera a la que he sido sometido en Cáceres (España) y que espero me permita regresar a primeros del mes de junio, mi mente y mi corazón se encuentran junto a vosotros en la Iglesia local que peregrina en Tánger.

En vísperas de la solemnidad de Pentecostés, me hago presente entre vosotros con estas líneas para compartir con toda la archidiócesis unas reflexiones sobre el Espíritu Santo, admirable constructor de la unidad, y su acción vivificadora en la Iglesia que peregrina en el espacio y en el tiempo, y hoy sigue siendo guiada en su itinerario hacia la plenitud, cuando Cristo recapitulará en sí todas las cosas (cf. Ef 1,10), palabras que quieren ser un estímulo para nuestro cotidiano vivir y actuar, tantas veces marcado por el cansancio y la aparente escasez de frutos.

En el ya lejano 1968 Mons. Ignacio Hazim, metropolitano de Lattaquié (La antigua Laodicea), participando en Consejo Ecuménico de las Iglesias describía así la acción del Espíritu Santo: «Sin el Espíritu Santo Dios está lejos, Cristo queda relegado al pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia es una simple organización, la autoridad es sólo dominio, la evangelización se reduce a propaganda, el culto a una evocación dramatizada, y la actuación del ser humano es sólo una moral de esclavos. Pero en el Espíritu Santo el cosmos es elevado y gime en el proceso de gestación del Reino, Cristo resucitado está vivo y presente, el Evangelio se manifiesta como fuerza de vida, la Iglesia significa la comunión trinitaria, la autoridad se ejerce como un servicio liberador, la liturgia es anámnesis y anticipación, el actuar del ser humano se hace colaboración en la obra creadora del Padre. El Espíritu Santo (…) crea comunión, atrae a la Iglesia hacia el segundo adviento: “Es Señor y da la vida”. Por medio de Él la Iglesia grita “Ven, Señor Jesús”» (cf. Ap 22,17-20).

Estas palabras presentan un Pentecostés prolongado en el tiempo que nos libra de las tentaciones de la resignación y la autorreferencialidad. Dios conforma la vida de la Iglesia como “vida de comunión” y lo hace por medio del don del Espíritu Santo. La fuente y el modelo de la sinodalidad, que tan intensamente estamos viviendo en este momento de la Iglesia, se encuentran precisamente en el misterio de la Santísima Trinidad que se hace presente en la acción del Espíritu, tal y como lo afirma el documento de la Comisión Teológica Internacional del 2 de marzo de 2018 “La sinodalidad en la vida y misión de la Iglesia”: «La acción del Espíritu en la comunión del Cuerpo de Cristo y en el camino misionero del Pueblo de Dios es el principio de la sinodalidad. (…) El don del Espíritu Santo, único y el mismo en todos los Bautizados, se manifiesta de muchas formas: la igual dignidad de los Bautizados; la vocación universal a la santidad; la participación de todos los fieles en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo; la riqueza de los dones jerárquicos y carismáticos; la vida y la misión de cada Iglesia local» (n.46).

La comunión, la misión, la sinodalidad, el diálogo… no son estrategias de una Iglesia que quiere hacerse presente en el mundo actual, son expresión de la comunión con Dios que, por medio del Espíritu Santo, sigue vivificando y dinamizando la historia.

La Palabra de Dios(1) nos lleva a profundizar en el hecho de que el Espíritu Santo precede e ilumina las sendas que el Señor nos pide que recorramos personal y comunitariamente. En nuestro “aquí y ahora” tenemos la urgencia de reafirmar nuestra confianza en la acción del Espíritu Santo y de poner en acción los medios que pone a nuestro alcance. Se trata de un profundo camino de conversión eclesial.

En la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, el papa Francisco afirma que «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí. Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo como sacramento de la salvación ofrecida por Dios. Ella, a través de sus acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: “Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser -con Él y en Él- evangelizadores» (n. 112).

Es algo que no podemos perder de vista. El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización en Marruecos, pero también en todo lugar en que la Iglesia anuncia con su vida y su palabra la llegada del Reino de Dios. Los bautizados formamos un pueblo reunido no porque compartamos unos mismos ideales o porque tengamos que vivir en una misma tierra, o porque tengamos en común vínculos lingüísticos o culturales. Cuando decimos que “somos el Pueblo de Dios” estamos afirmando algo que tiene unas raíces mucho más profundas que las de una común sintonía cultural, lingüística, carismática…; sus raíces se sustentan sobre la comunión con el Dios Uno y Trino que, por el bautismo, nos ha constituido “pueblo de sacerdotes, profetas y reyes”. San Ireneo de Lyon en un texto tomado de su Tratado contra las herejías, que leemos en el Oficio de Lectura de la solemnidad Pentecostés, compara la acción del Espíritu Santo con la del agua que empasta la harina y cayendo como lluvia tiene la capacidad de hacer reverdecer un tronco seco(2), relacionando directamente la comunión y la misión.

En su Exhortación apostólica Evangelii gaudium el papa Francisco afirma en el n. 119 que, por el hecho de ser discípulos, somos misioneros, personas con capacidad para anunciar el Evangelio: «En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible “in credendo”. Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe -el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión».

Todos los bautizados, la totalidad del Pueblo de Dios, hemos recibido el don de la profecía. Todos hemos recibido la unción del Espíritu Santo, y todos estamos llamados a caminar en un proceso siempre inconcluso de discernimiento con el fin de ahondar más radicalmente en nuestro camino de seguimiento a Cristo y de anunciar con nuestra vida y nuestra palabra la irrupción del “Reino de Dios”.

Llamados los cristianos a vivir en continuo proceso de discernimiento, podemos preguntarnos ¿sobre qué tenemos que discernir? Cada uno de nosotros y nuestras comunidades de vida consagrada tienen su propio camino personal y comunitario que provocará necesariamente itinerarios propios de discernimiento, pero como comunidades parroquiales y diocesana estamos llamados a tener muy presentes las orientaciones de la Iglesia universal que nos pide seguir caminando al ritmo que marca la etapa final del Sínodo de la sinodalidad. En la archidiócesis de Tánger estamos además trabajando sinodalmente la elaboración del “Plan diocesano de pastoral” que servirá como punto de referencia para que toda nuestra Iglesia local fije metas, señale prioridades, determine objetivos y concrete mediaciones que nos permitan ser más intensamente misioneros y evangelizadores en esta porción de Marruecos a la que el mismo Espíritu, por caminos tan diversos nos ha convocado y conducido.

+Fr. Emilio Rocha Grande, ofm
Arzobispo de Tánger

Notas

1 Cf. Hch 2,1-13: el relato de Pentecostés; Hch 10,34-43, pasaje en el que San Pedro presenta a la  Iglesia lo que podemos llamar una “conversión pastoral”, fruto de la escucha del Espíritu Santo y del discernimiento, que ahora comparte con la comunidad cristiana; Hch 15,1-29, estamos en el contexto del llamado “Concilio de Jerusalén” que ve a la primera comunidad cristiana discerniendo, en la escucha de la Palabra de Dios y la escucha mutua, sobre cuál sea la voluntad de Dios sobre las exigencias que han de cumplir los paganos que desean recibir el bautismo.
2 “Pues del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que baja del cielo. Y, así como la tierra árida no da fruto, si no recibe el agua, así también nosotros, que éramos como un leño árido, nunca hubiéramos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto”.