«Tu Rey viene pobre a ti»

lampara-aceite-300x286A ti, Iglesia amada de Dios, se te pide que llenes con la verdad del evangelio las palabras portadoras de esperanza que hoy te dejó la profecía: “Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico”.

Viene tu Rey desde su condición divina a tu condición humana: viene para hacer la voluntad del Padre que lo ha enviado; viene para servir y dar la vida en rescate por muchos; viene pobre entre pobres, pobre en su nacimiento, pobre en su vida, pobre en su muerte.

El que así vino a todos por el misterio de la encarnación, viene hoy a ti por el misterio de la Eucaristía: viene para servirte, para ser tu alimento, para ser tu pan y tu vino, viene para ser tuyo.

Tu comunión con Cristo es siempre comunión con el Hijo de Dios que, siendo rico, se hizo pobre por solidaridad con todos.

He dicho ‘tu comunión con Cristo’, ‘tu comunión con el Hijo de Dios’, y eso quiere decir que tu vida ya no puede verse desligada de la vida de Cristo si no es por el pecado; y del mismo modo que no puedes orar sin Cristo, tampoco puedes amar y servir sin él. En ti, Iglesia amada de Dios, Cristo se hace hoy siervo de todos para enriquecerlos a todos con su pobreza.

Has entendido bien: ‘con su pobreza’, pues nada tendrá que ofrecer a los demás quien no se haya hecho pobre con ellos: sencillo, manso, humilde, gozoso de aliviar el agobio y el cansancio del otro como Cristo quiso ser alivio de nuestros agobios y cansancios.

Este camino de Dios hasta los pobres, necedad para la razón y locura para la religión, es forma de vida para los creyentes. Éste es el único camino que lleva a la justicia y a la victoria. Éstas son las cosas que Dios ha revelado a los pequeños. Éste es tu camino, Iglesia amada de Dios.

¿Me amas?

pdroypabloTres veces has oído la pregunta.

El amor de Jesús se te ha revelado en su entrega por ti, pues “nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

Es el amor de Pedro el que se ha escondido tras los monosílabos de sus negaciones. Quien dijo tres veces: “No lo conozco”, ahora es invitado a confesar tres veces: “Tú sabes que te quiero”.

En realidad, es el amor de la Iglesia a su Señor, es mi amor a Cristo Jesús el que ha de ser confesado, no ya tres veces sino treinta veces tres, pues he perdido la cuenta de las veces que lo he negado.

Hoy, Iglesia esposa de Cristo, en la hora de tu comunión con él, en la hora de tu encuentro con tu Señor, la liturgia nos deja oír las palabras de vuestro abrazo. Él te dice: “¿Me amas?” Y tú le respondes: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”.

En aquella hora, en aquella comunión, mientras el corazón se te llena de Cristo, la casa se te llena de cristos, el corazón se te llena de Dios y la casa de pobres.

Hoy te preguntan: “¿Me amas?” Mañana te examinarán del amor.

UN SACRAMENTO PARA EL ENCUENTRO

A LOS PRESBÍTEROS, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A LOS FIELES LAICOS  DE LA IGLESIA DE TÁNGER

A todos vosotros, amados del Señor: Paz y Bien.

corpus-christiQueridos: Antes de hablar de Eucaristía vamos a hablar de revelación, de ese camino misterioso que Dios ha recorrido en el tiempo para encontrarse con cada uno de los hombres y mujeres que su amor ha llamado a la vida. El camino de la revelación de Dios al hombre ha alcanzado su meta en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, en Jesucristo el Señor, hombre verdadero y Dios verdadero. Desde que en Cristo Jesús el tiempo se ha cumplido, y el proceso de la revelación se ha completado, y las figuras fueron asumidas en la realidad, desde entonces el misterio de Dios –salvación prometida-, es ya para nosotros y para siempre el misterio de Cristo –salvación cumplida-.

También es verdad que el misterio de Cristo, y con él la totalidad de la revelación, se abre al misterio de la Iglesia –que es cuerpo de Cristo, pueblo santo de Dios, depositario de una alianza nueva y eterna-, y, dentro de la Iglesia, se abre al misterio de la Eucaristía –comunión de Dios con el hombre en Cristo Jesús, comunión que se extiende, por la fe y el Espíritu Santo, a todos los que participan en la entrega obediente del Hijo de Dios-.

Es verdad, «en los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos»[1]; y la fe intuye que ese «encuentro» se consuma mística, real y verdaderamente en la comunión eclesial y en la comunión eucarística.

Hoy quiero hablar con vosotros de este encuentro eucarístico y eclesial, místico, real y verdadero, entre Dios y el hombre, entre Dios y sus hijos, entre Dios y su pueblo.

Considerad las figuras del encuentro de Dios con su pueblo

El desierto:

La primera de esas figuras nos la ofrece el libro del Deuteronomio, y representa la relación de Dios con su pueblo en el desierto. Las palabras de la revelación permiten intuir que esa relación fue a la vez cercana y tensa, íntima y dramática, hecha de privaciones y recuerdos, de pobrezas y esperanzas.

Los rasgos del icono hieren nuestra sensibilidad timorata y chocan con nuestra religiosidad edulcorada y tranquilizadora. No escondas, hermano mío, las palabras de la revelación: “Él te afligió haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná… Te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin gota de agua… Sacó agua para ti de una roca de pedernal… Te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres”.

Olvida tu ideología religiosa y déjate penetrar por la palabra del Señor.

Verás que todo en tu vida –ya no hablo del pueblo de Israel en el desierto, sino de ti y de mí-, verás que todo está orientado a que el Señor lo sea todo para ti, y tú lo seas todo para tu Señor.

Eras esclavo, y Él te liberó. Nunca le hubieses reconocido como tu libertador, si antes no hubieses experimentado la dureza amarga de tu esclavitud; y no será posible que mantengas vivo el recuerdo de su paso liberador, si no mantienes vivo el recuerdo de tu vieja servidumbre y de tu humillación. Dulce recuerdo el de mi esclavitud que me permite admirar la grandeza de mi redentor. Es ese milagro de amor el que hace estallar en la Vigilia pascual la alegría de los redimidos: ¡Oh culpa dichosa, que nos trajo tal Redentor!

¿Todavía no te ha llevado al desierto? ¿Aún no conoces ese lugar de dragones y alacranes? ¿Todavía no sabes lo que es caminar por un sequedal sin una gota de agua? Entonces todavía no sabes que Dios, tu Dios, sólo Él, es para ti agua y pan, sombra y abrigo, alimento y compañía. Escucha lo que por el profeta te dice el que te ama, el que te busca: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. Si vuelves a fijar los ojos en el icono del desierto, no verás otra cosa que pasión de Dios por encontrarse contigo.

Jerusalén – Sión:

La segunda figura nos la ofrece el Salmista, y hoy oramos contemplándola. Esta figura representa la relación de Dios con su pueblo en la ciudad santa de Jerusalén.

Ahora el lenguaje no nos escandaliza: “El Señor ha reforzado los cerrojos de tus puertas y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina…”.

Tú sabes que esta imagen es fiel reflejo de la otra, pues sólo en el desierto el Señor llega a ser todo para su pueblo: el Señor es recinto amurallado, protección reforzada, bendición y paz, protección y alimento para los hijos de la alianza.

Tú sabes que Jerusalén es ciudad santa sólo si es la ciudad donde Dios se encuentra con su pueblo. Si deja de ser lugar de encuentro, empieza a ser lugar de perdición, de injusticia, de maldad, de opresión, de muerte. Si deja de ser lugar de encuentro de Dios con su pueblo, empieza a transformarse en desierto sin Dios, en sequedal sin una gota de agua, en lugar de dragones y alacranes.

Hoy, desde la nueva Jerusalén, desde comunidad de fe que es nuestra Iglesia, hemos cantado al Señor: “Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión”. Cantamos al Señor, porque le hemos reconocido como maná en nuestro desierto, como agua en nuestro sequedal, como esperanza en nuestra aflicción, como bendición en nuestra pobreza, como protección en nuestra soledad. Cantamos al Señor porque nos hemos sentido seguros en su recinto: lo hemos sentido tan nuestro como lo son de una ciudad las murallas que la rodean. Cantamos al Señor porque lo hemos sentido tan cerca como lo está de nosotros la palabra que él nos ha dirigido.

Considerad ahora la realidad, cuando las figuras se cumplen, cuando las promesas se hacen evangelio:

El Señor continúa llevando a su pueblo al desierto. Todos conocemos de cerca el desierto, el lugar de nuestra peregrinación, el lugar de la prueba, el lugar a donde el Señor nos ha llevado para hablarnos al corazón. Mi desierto está hecho de soledad, de miedo, de necesidad, de búsqueda, de oscuridad, de vacío, de muerte. Puede que a fuerza de buscar agua, me haya olvidado de que es la vida lo que cuenta, puede que me haya olvidado de buscar a mi Dios.

Conozco de cerca el desierto por el que atraviesan los enfermos sin esperanza, los ancianos en su soledad, los vencidos de la sociedad, los nuevos esclavos de los nuevos faraones, los últimos entre los pobres. Conozco tantos desiertos y tantas angustias, tanto abandono y tanto dolor que he llegado a pesar a Dios ausente de nuestros caminos, ajeno a nuestras luchas, indiferente ante nuestro sufrimiento.

Pero aquella voz que oí resonar llena de vida, era su voz, la voz de mi Seor, y resonaba humilde y fuerte en mi desierto: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre”. No ha querido nuestro Dios darnos un maná como al pueblo de Israel, ni un pan como al profeta Elías; él ha querido ser nuestro pan. No ha querido darnos un agua milagrosa, que brota de una roca golpeada; él ha querido ser para nosotros fuente agua que salta hasta la vida eterna.

No podemos olvidar nuestro desierto, lugar de nuestra pobreza y nuestras luchas, pero lugar también de nuestro encuentro con el Señor, encuentro tan real y verdadero que, en Cristo, Dios se ha hecho para siempre tuyo, y tú te has hecho para siempre de Dios.

Hoy, aunque continúes caminando en el desierto, por la fe y por la comunión, tú habitas en el Señor y el Señor habita en ti; el Señor es la ciudad de tu morada, y tú eres la morada del Señor.

La eucaristía es sacramento del amor que el Padre tiene a sus hijos, de la entrega del Hijo a sus hermanos, de la acción del Espíritu en su Iglesia, de la pasión de la Iglesia por los pobres.

La eucaristía que celebramos y recibimos es para nosotros plenitud de revelación, pues en ella el encuentro de Dios con su pueblo se hace, no sólo real y verdadero en la humildad del sacramento, sino también abierto a la plenitud que un día se ha de manifestar sin velos en la gloria del cielo.

No quiero, sin embargo, que el gozo de este encuentro místico con el Señor en la verdad del sacramento nos lleve a olvidar el gozo del encuentro con Dios en la verdad de la comunión eclesial. Porque bebemos todos de un único cáliz, todos estamos unidos en la sangre de Cristo. Porque es uno el pan que partimos y compartimos, todos estamos unidos en el cuerpo de Cristo.

No hay comunión con Dios sin comunión con los hermanos. No hay encuentro con Dios sin encuentro con los hermanos. Sólo podré decir con verdad que yo vivo en Dios, si puedo decir con verdad que los hermanos viven en mí.

Glorifica al Señor, Iglesia santa, nueva Jerusalén, morada del Altísimo. Alaba por siempre a tu Dios, que camina contigo, y ha querido ser para ti el pan que ha bajado del cielo para que, comiéndolo, vivas para siempre.

Tánger, 21 de mayo de 2008.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo Martínez

Arzobispo de Tánger



[1] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21.

Aprender a Dios en Dios

santissima trindadeDios es amor. No se conforme la Iglesia con decirlo. No te conformes con creerlo. Entra en el misterio, acércate al amor con que te aman, aprende el amor con que has de amar.

Porque Dios es amor, la Iglesia confiesa que sólo puede ser Uno, pues el amor es vínculo de perfecta unidad. Pero, iluminada por la palabra de la revelación, al proclamar la fe en la verdadera y eterna divinidad, la Iglesia adora a Dios Padre, con su único Hijo y el Espíritu Santo, tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad.

He pedido palabras a la liturgia para decirte de lo indecible. Pero has de buscar en la memoria de la fe otras palabras que te ayuden a entrar en el misterio que confiesas, a gustar lo que se te conceda conocer, a contar lo que allí se te haya concedido gustar.

No se entra en el misterio de Dios por la fuerza de la deducción lógica, sino por la gracia del encuentro amoroso. Sólo el amor abre el cielo para que oigas y veas, para que conozcas y creas, para que gustes y ames.

Se te ha dado conocer el amor del Padre al Hijo: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. Se te ha concedido saber del amor que el Padre te tiene a ti: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Te han llamado a morar en el amor que has conocido: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor”.

Ya sabes dónde has de aprender a Dios, para conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su unidad todopoderosa: a Dios lo aprendes en Cristo Jesús. Nadie va al Padre, si no va por Jesús. Nadie recibe el Espíritu, si no lo recibe de Jesús. Quien ha visto a Jesús, ha visto al Padre, porque Jesús está en el Padre, y el Padre está en Jesús.

En Cristo Jesús aprendes este misterio santo, que no es sólo de Dios, sino que, por el amor que Dios te tiene, es también tu misterio: “Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros”.

A ti, por la fe, se te ha dado beber de la eterna fuente que es la Trinidad Santa, pues el Hijo de Dios salió del Padre y vino al mundo, salió de Dios y vino a ti: creíste en él para salvarte, bebiste en él para tener vida eterna.

A ti, por la fe, se te ha dado volver con el Hijo a la eterna fuente de la que Él ha nacido, de la que Él había salido. Ya no podrás hablar del Hijo de Dios sin hablar de ti, pues Él no quiso volver al Padre sin llevarte consigo.

Considera dónde moras, en qué fuego tu zarza arde ya sin consumirse, en qué infinito caudal se apaga tu sed de eternidad, y deja que el deseo de Dios te mueva hasta que te pierdas en el Amor.

Y mientras no llega para ti la hora del deseo apagado, entra en el tiempo divino de la Eucaristía, y habrás entrado por el sacramento en la eterna fuente que mana y corre.

Allí aprenderás a Dios; allí conocerás la gracia del Hijo, el amor del Padre, la comunión del Espíritu; allí, con Cristo y con los hermanos, imitarás el misterio de la divina unidad, para tener, con todos, un mismo sentir, un solo corazón, un alma sola.

Desde dentro de la fuente llegan a tu corazón palabras para nombrarla: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira, rico en clemencia y lealtad”.

Imita lo que nombras, y, de ese modo, por la puerta humilde de tu compasión y tu misericordia, los pobres aprenderán en ti el misterio de Dios.

Discípulos de Dios:

jesus-sinagoga-1-preview1Hacer discernimiento evangélico de la realidad en la que nos movemos, es aprender a mirar el mundo con los ojos de Jesús de Nazaret. Para mirar así, necesitamos la luz del Espíritu Santo; y para elegir en cada situación lo que conviene, necesitamos su sabiduría, su fuerza, su amor.

Esa referencia a la luz y a la fuerza del Espíritu, delimita con claridad las fronteras que separan el discernimiento evangélico de la reflexión académica, del programa político, del discurso económico, de la propuesta ideológica, de la controversia religiosa.

Si os unge el Espíritu de Jesús, el único que conoce las profundidades de Dios, el que “os guiará hasta la verdad plena”, él os enseñará a discernir el bien del mal, él os dará fuerza para que llevéis el evangelio a los pobres, él os iluminará para que en los pobres veáis a Cristo y lo améis.

El Espíritu es el don de Jesús a su Iglesia, a la comunidad de sus discípulos en misión: “Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí, y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo”.

Cada creyente y cada comunidad, si queremos parecernos a Jesús, si queremos ser dóciles como Jesús a la voluntad del Padre, si queremos continuar en el mundo la misión de Jesús, hemos de hacernos discípulos del Espíritu de Jesús.

Cristo queda contigo, tú asciendes con Cristo

Ascension del SeñorQueridos, considerad el misterio: Cristo el Señor, después de dar “instrucciones a los apóstoles”, “ascendió al cielo”; ellos “lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Él ascendió, y ellos “miraban fijos al cielo, viéndole irse”.

Fijos en el cielo se habían quedado nuestros ojos cuando, por la encarnación, Cristo vino a nuestra casa, porque venía al mundo la Palabra de Dios, a los excluidos se les daba un hijo, para los pobres nacía el Mesías, el Señor, un niño que nos decía hasta dónde nos ama Dios; y fijos se quedan ahora nuestros ojos mirando al cielo, cuando, por el misterio de la gloriosa ascensión, contemplamos enaltecido al que por amor se había anonadado,  y vemos glorificado al que por su gran misericordia había hecho suya nuestra humillación.

Contempla y admira, goza y canta, pues “Dios sube entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas”.

Con el Salmista dices, “Dios sube entre aclamaciones”, pero tus ojos, que continúan fijos en el cielo, ven a Jesús exaltado a la derecha de Dios; el Salmista dice, “Dios sube”, y tú ves al Maestro que te ha enseñado con dulzura los secretos del Reino, ves al Médico de los cuerpos y de las almas que curaba a los enfermos, ves al que bendecía a los niños y perdonaba a los pecadores; con el Salmista dices, “Dios sube”, y ves a Jesús a quien habías visto apresado, juzgado, condenado, crucificado, muerto y sepultado. Lo ves e invitas a todos a aclamarlo: “Tocad para Cristo; tocad para nuestro Rey, tocad”; tocad para el Buen Pastor de nuestras almas; tocad para el Cordero de nuestra Pascua, tocad para el Mediador de nuestra salvación.

Aquel a quien ahora contemplas exaltado a la derecha de Dios es el mismo Jesús que has visto reinar exaltado en una cruz.

Considerad ahora lo que el misterio de la Ascensión del Señor dice de nosotros mismos. Tú miras a Cristo, y sabes cuál es la esperanza a la que Dios te llama; tú miras a Cristo, y conoces la riqueza de gloria que Dios da en herencia a los que ha santificado; tú miras hoy a Cristo, y admiras la grandeza del poder de Dios para los que creen en él. Hoy, mientras contemplas a Cristo que sube a la gloria del Padre, no sólo ves lo que esperas ser, lo que un día se ha de cumplir también en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que ya ves a la Iglesia glorificada en su Cabeza que es Cristo. Místicamente nos lleva con él, el que místicamente se queda con nosotros; realmente nos glorifica con él en el cielo, el que realmente recorre con nosotros los caminos del mundo.

Si ahora consideras el misterio de la Eucaristía que estamos celebrando, verás que, por la fe, estás viviendo en este sacramento el mismo acontecimiento de salvación que los discípulos vivieron cuando el Señor fue enaltecido a la gloria del Padre. Cristo desciende hasta ti, viene a ti y permanece contigo; se te entrega en su palabra que escuchas, y en su cuerpo que recibes. Y tú asciendes a Cristo, vas a él y permaneces con él, en su palabra que obedeces, y en su cuerpo que comulgas. Él queda contigo en tu tierra, y tú subes con él a su gloria.

En el misterio de la Eucaristía resuena también el mandato de Jesús: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. Dad lo que habéis recibido. La Trinidad Santa es vuestra casa. Llamad a todos para que, con Cristo, moren en ella como hijos.

Oír, contar, cantar:

ORAR Y AGRADECERPrimero oísteis el anuncio de las maravillas del Señor: “De muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban”.

A la ciudad de Samaria no había llegado un médico capaz de curar toda enfermedad, ni tampoco un mago con poderes sobre las fuerzas del mal; a la ciudad había llegado sólo la palabra que “predicaba a Cristo”. Llegaba Cristo y retrocedía el mal.

Mientras escuchabas la narración, tu corazón daba testimonio de que estabas oyendo la verdad, pues también a tu vida había llegado esa palabra, y tú habías sido liberado, curado, redimido, salvado.

Y cuando el lector dijo: “La ciudad se llenó de alegría”, ya no pensaste en Samaria, sino en ti mismo y en tu comunidad de fe, porque, desde que acogiste la palabra que “predicaba a Cristo”, se te ha dado un gozo que nadie podrá quitarte, el mismo que tienen los que están contigo en esta asamblea santa. Vosotros sois “la ciudad que Dios llenó de alegría”.

Luego el lector añadió: “Les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo”. Y tú recordaste la Iglesia en la que fuiste bautizado, su seno en el que naciste del agua y del Espíritu, y todas las eucaristías en las que, recibiendo a Cristo, has recibido de él el Espíritu que te transforma en ofrenda agradable a los ojos de Dios.

Oído lo que el Señor ha hecho contigo, necesitarás contarlo y cantarlo: “Venid a escuchar; os contaré lo que ha hecho conmigo”. “Aclamad al Señor, tocad en honor de su nombre, cantad a su gloria”. Cuéntalo a tu corazón, deja memoria de las obras de Dios en todos los rincones de tu vida, en todas las estancias de tu ser, de modo que aclame siempre al Señor quien siempre recuerda sus obras, y cante siempre su gloria quien siempre lo ama.

Con todo, todavía no has hecho más que acercarte al misterio que estás celebrando. Acoger la palabra que “predica a Cristo”, significa “amar a Cristo”, y también “guardar sus mandamientos”. Si acoges la palabra, la gracia te redime; si amas a Cristo, él le pedirá al Padre que te dé otro Defensor que esté siempre contigo, el Espíritu de la verdad. Si acoges la palabra, Dios llenará de alegría la ciudad; si amas a Cristo, guardarás sus mandamientos, y el Padre te amará, Cristo te amará, Cristo se te revelará. Si acoges la palabra, pasarás de la esclavitud a la libertad, del pecado a la gracia, de la muerte a la vida; si amas a Cristo, guardarás su palabra, y el Padre te amará, y ellos vendrán a ti y harán morada dentro de ti.

Ahora ya puedes cantar el cántico nuevo, el de la Pascua última: “Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos!”.

Aún así, no hemos hecho más que asomarnos al misterio que celebramos. Has oído al Señor que te decía: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él”. Vendrá a ti el que amas, vendrá a ti el que te ama; viene a ti como palabra para ser creída; vendrá a ti como pan para ser comulgado; vendrá a ti, como pobre para que lo acudas en su necesidad.

Él vendrá a ti: si le acoges, tu vida será un clamor de alabanza en la ciudad que Dios llenó de alegría.

No tengas miedo

jesus_handtEl evangelio nos recuerda lo que “en aquel tiempo” vivieron los discípulos con Jesús, y revela también lo que en nuestra celebración eucarística vivimos nosotros con el Señor: Oímos lo que ellos oyeron, preguntamos como ellos preguntaron, creemos lo que entonces a ellos les fue revelado.

Les dijo Jesús: “No perdáis la calma”. Se lo dijo a ellos porque los alcanzaba la noche, la hora de Jesús, su despedida, la zozobra de la comunidad, la dispersión de los suyos. Nos los dice a nosotros, que nos acercamos al final de la Pascua y que, en la escuela de la fe, aprendemos a amar al Señor sin verlo.

No perdáis la calma”: Se lo dice a los suyos el pastor que va a ser herido y sabe que su rebaño se dispersará. Nos lo dice el que conoce nuestro nombre y nuestra voz, nuestro paso y nuestro corazón, nuestros miedos y nuestras esperanzas.

No perdáis la calma”: Lo dice el que se ha hecho uno de nosotros para hacer con nosotros el camino de la vida. Lo dice el amigo que nos precede, la voz que nos sosiega, la mano que nos sostiene. Lo dice quien va a ser apresado a quienes van a ser liberados, quien va a ser herido a quienes van a ser curados, quien va a morir a quienes van a resucitar.

El tiempo se ha hecho de oscuridad espesa por la violencia que sufren los débiles, los pequeños, los empobrecidos, los justos. Con Jesús, con sus discípulos de ayer, con los creyentes de hoy, no sólo experimentamos nuestra debilidad frente al mal, sino que nos escandaliza la debilidad de Dios, la impotencia de Dios, la ausencia de Dios, el abandono de Dios. “Satanás ha reclamado a los hijos de Dios para cribarlos como trigo”. Vivimos tiempos de prueba para la fe.

Por eso, el mismo que nos dice: “no perdáis la calma”, añade: “Creed en Dios”. Que es como decir: Sabed que Dios se ocupa de vosotros. “Mirad los pájaros del cielo: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta… Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón en todo su fasto estaba vestido como uno de ellos”. Si crees, no temes, pues sabes que Dios cuida de ti.

Y añadió: “Y creed también en mí”, pues para vosotros he venido, por vosotros he entregado mi vida, y por vosotros vuelvo al que me ha enviado, pues “me voy a prepararos sitio… para que donde estoy yo estéis también vosotros”.

Y tú, comunidad creyente y probada en tu fe, vives hoy en la Eucaristía el misterio que se te ha revelado en la Encarnación: recibes al Señor que viene a ti, abrazas al que se entrega por ti, y entras por la fe en el “sitio” que Cristo te ha preparado, entras en quien será para ti, para siempre, tu casa del cielo.

No tengas miedo.

Feliz domingo.

Todo me falta… Nada me falta

pastorCon el salmista, con la Iglesia y con Cristo, decimos: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Me pregunto cómo puede la fe decir “¡nada me falta!”, si el grito de mi mundo va diciendo que le falta todo.

Necesito que entiendas, hermano mío, hermana mía, que no estamos solos en el camino, que no existe sólo tu pobreza, tu problema, tu preocupación, tu soledad, tu enfermedad, tu sufrimiento o tu muerte. Caminamos con nuestros hermanos, vivimos con ellos, sufrimos con ellos y morimos con ellos. Hueso de tus huesos, carne de tu carne, eso es tu hermano para ti.

Y hoy, mientras celebramos nuestra fe y decimos “¡nada me falta!”, la carne de tu hermano, tu carne, es humillada, despreciada, explotada, profanada, esclavizada, violada. Y tú, que no sabes, no puedes, no quieres separar tu vida de la suya, cuando dices en tu celebración: “¡Nada me falta!”, estás sintiendo con tu hermano que te falta hasta la vida, pues con él tiemblas de terror en tantos lugares de la tierra, con él te ahogas en el Mediterráneo, con él te deprimes en las filas del paro. Hoy, con tus hermanos, sientes que te devora el hambre en tierras innumerables, sientes que te llevan a la muerte enfermedades que sólo hubieran debido llevarte a un tiempo de cura en un lecho limpio, sientes que has de buscar con lágrimas en la basura de los grandes los restos míseros de lo que ellos, con frialdad, se llevaron de la mesa de los pequeños.

Necesito recordar que tú, Señor, eres pastor de impuros, de excluidos, de leprosos. Necesito recordar que has venido a buscar adúlteras sin más futuro que la lapidación, ladrones sin otro futuro que la crucifixión, amigos sin más futuro que el olor de los muertos en una tumba cerrada. Necesito recordar que tú has venido a buscar paralíticos que no podían buscarte, a iluminar ciegos que nunca podrían verte, a resucitar muertos que jamás hubieran podido pedirte que vinieses a ellos. Necesito recordarte, Señor, pastor de náufragos, pastor de pobres, pastor que da la vida por sus ovejas, pastor que lo eres todo para quien nada tiene: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Necesito recibirte, comulgar contigo, llenarme de tu presencia, llenar de ti la vida de los pobres. Necesito creer que todos viven en ti, pues todos han sido bautizados en tu sufrimiento, todos han sido llevados a tu cruz, en todos has sido tú crucificado. Necesito creer que tú lo eres todo, toda bondad, toda dulzura, toda belleza, para quienes de todo han carecido si no es de humillaciones, amarguras y heridas. Necesito recordar que “somos miembros de tu cuerpo, hueso de tus huesos y carne de tu carne”, y que contigo hemos resucitado todos.

“Mi Dios, mi todo”: En ti “nada me falta”, “sólo Dios basta”.

Feliz domingo.

Aclamad, tocad, cantad

prayerQueridos: La celebración eucarística de este domingo tercero del tiempo pascual se abre con tres imperativos de fiesta: Aclamad, tocad, cantad.

Si me pregunto quién es quien así nos incita, pienso que es la madre Iglesia, reunida en torno a Cristo resucitado, iluminada por la gloria que envuelve el cuerpo del Señor, admirada por la victoria de la Vida sobre la muerte, gozosa por la gracia de sus hijos, animada por la efusión del Espíritu que la purifica y la llena de gracia y la embellece con hermosura divina. En verdad, es cada uno de nosotros quien dice a sus hermanos: Aclamad, tocad, cantad; pues uno por uno habéis sido iluminados por Cristo, habéis contemplado su victoria, habéis gozado con vuestro nuevo nacimiento, habéis experimentado la acción del Espíritu de Dios que ha hecho de vosotros una nueva creación, un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes al modo de Cristo Jesús.

Por eso, unos a otros nos decimos: Aclamad, tocad, cantad.

Ahora, Iglesia amada del Señor, yo te pido que por un momento te recojas en el silencio para que goces en la escucha y en la contemplación de Aquel por quien aclamas y tocas y cantas. Escucha su voz: “Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré”. El Resucitado, el hombre primero de la nueva humanidad, Cristo Jesús te habla de su Padre, de su Dios, y te dice: Lo tengo siempre presente, lo tengo siempre a mi lado, él es mi escudo protector, mi gloria, la fuerza de mi salvación, mi ciudadela y mi refugio; con él junto a mí no vacilaré.

Escucha tu propia voz unida a la suya: “Por eso se me alegra el corazón y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”.

En Cristo has conocido al Dios de la vida; con Cristo te has acercado a la fuente de la alegría; por Cristo se te han llenado de gozo las entrañas, ya que, unida a él por la fe, sabes que tu Dios te ha mostrado el sendero de la vida, y que tu destino es la alegría perpetua a la derecha de tu Señor.

Son muchos los motivos que tenéis ya para la aclamación y el canto; pero he de pedir que mantengáis todavía el silencio, y que recordéis lo que habéis oído hoy en la carta apostólica:

Ya sabéis con qué os rescataron: no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha”.

No temas, Iglesia de Cristo, no apartes de tu memoria el recuerdo de lo que eras: esclava de un proceder inútil, esclava de la ley, esclava del pecado, esclava del miedo, esclava de la muerte.

No olvides nunca lo que eras, para que puedas gozar siempre de lo que eres: antes eras deudora por la culpa cometida, ahora eres deudora por la gracia recibida; antes tenías una deuda de temor que te oprimía, ahora tienes una deuda de amor que te hace libre.

No olvides nunca lo que eras; y a Cristo, que te ha rescatado para que seas suya, que te ha redimido para que seas libre, que te ha salvado para que tengas la abundancia de su paz, págale tu deuda de amor: escucha con amor su palabra, recíbele con amor en tu vida; reconoce su mano tendida en el pobre y acúdele con amor; reconoce su cuerpo herido en los que sufren, y cúralo con tu amor; dale de comer, dale de beber, apaga su ansia eterna de amor y de ti. Y a mis hermanos y hermanas contemplativos les recuerdo que ellos, de modo muy especial, están llamados a pagar su deuda de amor, protegiendo a los pobres con el escudo de la oración, y envolviendo con un manto de gracia y de inocencia la vida de todos los miembros de Cristo.

Ahora también yo os digo: Aclamad, tocad, cantad, porque Cristo, nuestra vida, ha resucitado, y estáis resucitados con él. Feliz domingo.