Con motivo de la Pascua 2025, Fr. Emilio Rocha Grande, ofm, arzobispo de Tánger, dirige esta carta a toda la diócesis:
CRISTO HA RESUCITADO, RESUCITEMOS CON EL ¡ALELUYA!
Tánger, 20-4-2025
Hermanos y hermanas que camináis tras las huellas de Jesucristo en la archidiócesis de Tánger, Jesucristo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, os dé la paz.
Cuando con toda la Iglesia seguimos recorriendo la senda del Año Santo como “peregrinos de esperanza”, nos llenamos de alegría al celebrar el Misterio pascual de nuestro Señor Jesucristo. Su resurrección, como nos recuerda san Pablo, constituye el eje de nuestra fe cristiana: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe” (1Cor 15,14); estamos ante un acontecimiento desconcertante que, aun superando las coordenadas espaciotemporales, constituye el sólido fundamento sobre el que se asienta la fe cristiana y con ella nuestra esperanza.
Sabemos bien que la historia de Jesucristo termina cuando los discípulos corren la piedra que cubre la puerta del sepulcro en el que depositan su cuerpo. Pero la vida de Jesús no termina en ese momento, porque HA RESUCITADO. Y su resurrección revela que su muerte ha implantado en nuestro mundo, dominado por la estrechez y el dolor, el germen de la vida eterna. Jesús resucitado permanece “aquí”, con nosotros, a nuestro lado.
En Jesucristo resucitado todo es luz; la divinidad del Verbo no queda ahora oculta tras el velo de la humanidad, sino que irradia en ella el fulgor incomparable de la divinidad. Karl Rahner, un gran teólogo del siglo XX lo dice de una manera tan bella como precisa: “Jesucristo se derramó sobre el mundo entero en el momento en que se rompió el vaso de su cuerpo, y se convirtió realmente, aun en su humanidad, en lo que siempre había sido según su dignidad: corazón del mundo, el íntimo centro de toda la realidad creada”.
Contemplando a Cristo resucitado, vemos realizada nuestra esperanza más íntima. Al mirar hacia Él, creemos que al morir la vida no cae en el sinsentido del abismo si fondo del absurdo, sino en el abismo de Dios. Toda nuestra existencia, está orientada a Dios, es curable y salvable, tiene un sentido definitivo que habla de vida y esperanza. Todo esto se ha producido ya como primicia y anticipo en Jesucristo, que se dejó vencer por la muerte para que, descendiendo hasta el fondo de las tinieblas y el sinsentido, allí mismo brotase la vida misma de Dios. Su resurrección es como la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo ya arde el fuego de Dios, que llevará toda la realidad a la bienaventurada incandescencia de la vida nueva que Jesús nos ha regalado.
Nos cuesta acoger esta realidad que se escapa a los estrechos límites del espacio y del tiempo; así es que, como Jesucristo no comenzó a salvar y glorificar el mundo por la superficie, sino por la raíz más íntima, creemos nosotros, seres superficiales, que no ha sucedido nada; como seguimos viendo que el dolor y la culpa todavía persisten en nuestro mundo, nos imaginamos que su origen, en lo profundo, no está ya aniquilado; como percibimos claramente que el mal dibuja todavía ruinas en el rostro de la tierra, concluimos que en lo más profundo del corazón de la realidad ha muerto el amor. Y no es así: todo esto es apariencia, una apariencia que confundimos con la realidad de la vida. La verdad es que ya no hay abismos de separación entre Dios y el mundo, porque Jesucristo está en medio de todas las cosas de nuestro mundo, no sólo las alegres y luminosas sino también las tristes y miserables.
Dios, que se sitúa más allá del pecado y de la muerte no está lejos de nosotros, ha descendido a nuestra tierra y vive en lo más profundo de nuestra carne. La desgracia se ha convertido en algo provisorio y en una prueba de nuestra fe en el misterio salvador de Cristo Resucitado.
La resurrección de Jesucristo no es únicamente una fiesta que celebramos anualmente o un acontecimiento del pasado; es una realidad que nos habla de un futuro de gloria que estamos ya experimentando embrionariamente en el momento presente. El futuro definitivo y la nueva creación han comenzado ya.
La glorificación del mundo es una gozosa realidad que ha instaurado Jesucristo con su misterio pascual; por esto podemos cantar llenos de gozo el aleluya sin cerrar los ojos ni a las experiencias de sufrimiento injusto que siguen jalonando nuestro mundo ni a nuestras propias debilidades e incoherencias.
Como “peregrinos de esperanza” iniciamos este Tiempo pascual apoyados y sostenidos por la fuerza que nos otorga la fe en Jesucristo “camino, verdad y vida”; el mismo que nos dice hoy a cada uno de nosotros: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).
¡Feliz y gozosa Pascua de Resurrección!
+Fr. Emilio Rocha Grande, ofm
Arzobispo de Tánger