El título del libro: DESACATO AL SILENCIO.
A las páginas de este libro se asoma una humanidad condenada, no por un destino fatal ni por una providencia descuidada sino por nosotros, a sufrimientos atroces que, si alguien los procurase a un animal, a cualquier animal, sería señalado como inhumano por toda la sociedad.
Sobre esa humanidad, además de la condena al sufrimiento –intemperie, hambre, vejaciones, enfermedades, esclavitud, explotación, miedo-, pesa la condena al silencio, al aislamiento, a la invisibilidad. Si quieren aparecerse –como los fantasmas-, habrán de arriesgarse a morir.
Cada página de este libro quiere ser un acto de desacato al silencio en que la crueldad ha enclaustrado la desdicha de los pobres.
Fe contra silencio:
La legalidad ha declarado la guerra a los pobres y pone cerco de día y de noche a sus míseros refugios.
Esa legalidad es un monstruo, un poder oscuro, que burla las exigencias de la justicia e impide el ejercicio de la caridad.
Todo mi ser se presenta entonces en rebeldía delante de Dios: “Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?”
Y dado que mi fe calla, me responde la fe de los emigrantes: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”.
Ellos, a su manera, aun sin conocer esas palabras del salmo, las han pronunciado muchas veces en mi presencia: “Dios nos ayudará”; “confiamos en Dios”… “¡El auxilio me viene del Señor!”
Los que “se hacen llamar bienhechores” de las naciones, los que ejercen la autoridad sobre ellas, pueden privar de pan y de abrigo a los pobres, pero no pueden quitarles la fe.
Y eso significa que ellos, los pobres, serán los vencedores aunque parezcan ser siempre los vencidos.
Para ser más fuertes que un ejército, más fuertes que el frío, la lluvia y el viento, más fuertes que el hambre y las enfermedades, más fuertes que la desdicha y la muerte, a los pobres les basta la fe. Esa fe mantiene en alto los brazos para la lucha. Esa fe hace perseverante la palabra que reclama justicia. Esa fe mueve montañas. Puede que esa fe les permita vislumbrar sufrimiento también en la cara de los soldados que los persiguen, pues “no existen fronteras entre la gente que sufre” (Etty Hillesum).
Y si todavía me pregunto: “¿de dónde me vendrá el auxilio?”, alguien –el salmista, los emigrantes, la comunidad eclesial, mi propio yo, Cristo resucitado- alguien pronunciará un oráculo de respuesta: “No permitirá que resbale tu pie, tu guardián no duerme… El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha… El Señor te guarda de todo mal”….
Y el que ha cruzado ya la frontera del enigma, añadirá: “¡Dios les hará justicia sin tardar!”
Aprendiendo a amarlos:
Aprendiendo de Simone Weil: “El benefactor de Cristo, en presencia de un desdichado, no siente ninguna distancia entre la persona que tiene delante y él mismo; proyecta hacia el otro todo su ser; y desde ese momento el impulso a dar de comer es tan instintivo, tan inmediato, como el de comer uno mismo cuando tiene hambre. Y cae enseguida en el olvido, como caen en el olvido las comidas de días pasados.
A quien así actúa no se le ocurriría decir que se ocupa de los desdichados por el Señor: esto le parecería tan absurdo como decir que come por el Señor. Se come porque no se puede no comer. Aquellos a quienes Cristo mostrará su agradecimiento son los que dan de la misma forma que comen
Aprendiendo de San Vicente de Paúl. Recomendaciones a una aspirante a Hija de la Caridad: “Ámalos tanto (a los pobres) que te perdonen la escudilla de sopa que les das”.
Amar a alguien, servirlo, hacerse pobre por él, dar la vida por él, es darle consistencia, es decirle que existe, es darle vida.”
Y aquí quiero traer otra cita –de Eduardo Galeano, El libro de los abrazos- que nos ayudará a entrar en esta dimensión del servicio de la caridad:
«Fernando Silva dirige el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían… se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedían permiso. Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: _Decile a… -susurró el niño-, decile a alguien que yo estoy aquí».
Recaudadores y descreídos, mujeres conocidas en la ciudad como pecadoras, adúlteras, mujeres con flujo impuro de sangre, leprosos que llevan en la piel la evidencia de la corrupción interior, sordos que no podrán oír la palabra de Dios, ciegos que lo son por sus pecados, ladrones y asesinos a quienes sólo se puede asignar una cruz para que mueran en ella, todos ellos, al lado de Jesús de Nazaret, se sabrán reconocidos por Dios, acogidos, interpelados y respetados, porque todos se sabrán amados de Dios. Este reconocimiento divino redime de la humillación; la acogida aleja la violencia; el abrazo anula la clandestinidad.”
Conclusión:
Si no vemos a los pobres, negamos a Dios.
La ceguera –la indiferencia- ante el dolor humano es una forma radical de negar a Dios, pues es negación de lo que Dios dice de sí mismo, de lo que Dios es: amor compasivo, amor misericordioso, simplemente amor.
Señor, “que pueda ver”, sólo por la dicha de cuidar de ti.