- ¡VEN, SEÑOR JESÚS!
Litúrgicamente hablando, el Adviento es un espacio muy breve de tiempo, que abarca cuatro semanas; colocado al principio del Año litúrgico prepara y revive la primera venida del Señor en Belén (del 17 al 24 de diciembre) y anuncia la Parusía o venida gloriosa del Señor al final de los tiempos (tres primeras semanas). Teológicamente, en cambio, el Adviento dura todo el año. Más aún, toda la vida de la entera Iglesia y de cada bautizado no es más que un Adviento permanente: La conmemoración y el anuncio, el recuerdo y la profecía de las dos venidas –igualmente reales– del Señor Jesús.
1.- ¡El Señor ya ha venido! El tiempo de Navidad nos hace vivir cada año con gozo profundo la verdad de un hecho histórico acontecido en Belén en un marco cronológico muy determinado. Es el cumplimiento desbordante de lo anunciado y esperado veladamente a lo largo de los siglos en que se van tejiendo las esperanzas del Pueblo de Israel, tal y como se reflejan en los libros del Antiguo Testamento. ¡Lo que un día fue objeto de esperanza para Israel es, para el Pueblo del Nuevo Testamento, realidad histórica y objeto ya cumplido de nuestra fe!
2.- Pero lo que ahora es promesa –La segunda y definitiva venida del Señor– pronto se convertirá también en posesión y en gozo. Lo mismo que sabemos y afirmamos que el Señor ha venido, sabemos y afirmamos que el Señor vendrá con poder y gloria. Y, apoyándonos en el cumplimiento exacto de las esperanzas y anhelos del creyente del Antiguo Testamento, nosotros esperamos y anhelamos la segunda y definitiva venida del Señor. Si su primera venida fue en la debilidad de nuestra carne; la segunda venida será con el poder y la gloria que le corresponden como Hijo de Dios, como “Kyrios” (cf. Flp 2,6-11).
Toda la Iglesia vive su devenir histórico en la seguridad y gozosa certeza de esta primera venida y en el anhelo incontenible y la firme esperanza de la última y definitiva venida del Señor al final de los tiempos, sabiendo que cuando hablamos de “la segunda venida” del Señor, lo hacemos de una venida que se ha iniciado ya. No se trata sólo de un acontecimiento futuro ni tampoco de una realidad estática; se trata de un acontecimiento esencialmente dinámico que se va realizando día a día. Es un proceso semejante al del establecimiento del Reino de Dios (“ya, pero todavía no”). El mismo Señor, que vino en Belén y vendrá al final de los tiempos está viniendo incesantemente a nosotros: “El mismo Señor que se nos mostrará entonces lleno de gloria, viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe, y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino” (Prefacio III de Adviento).
Nuestro quehacer primario es prepararnos: abrir de par en par las puertas de nuestra alma, con la esperanza y la fe muy vivas, para acoger la venida cotidiana del Señor y así estar permanentemente preparados para el encuentro último y definitivo con Él.
Hay una palabra que condensa toda esta actitud; una palabra intraducible que resuena con especial intensidad en el tiempo litúrgico del Adviento y que resume y encierra la actitud fundamental de la Iglesia y de cada uno de los cristianos: ¡MARANATHA!, una palabra que, si por una parte es la afirmación de un acontecimiento ya cumplido: ¡El Señor ha venido! ¡El Señor está en medio de su pueblo!, es también un acto de fe y de esperanza en la futura venida, con poder y gloria, del Señor. Un deseo que ha comenzado ya a realizarse y se cumplirá un día plenamente. ¡El Señor está cerca! ¡El Señor está viniendo!; y es, además, una oración, la oración del Espíritu y la Esposa que claman incesantemente: “¡Ven, Señor Jesús!” (Cf. Ap 22,17-20; 1 Cor 16,22).
- PACIENTE Y GOZOSA ESPERANZA
La paciencia bíblica es una forma de esperanza. Significa apoyarse en Dios, estar seguros de su ayuda y de su amor incondicionales; saberse en sus manos, esperarlo todo de Él. Es una actitud serena, que excluye actitudes como el desasosiego o la angustia, e incluye un movimiento hacia el futuro, hacia una realidad, ya de alguna manera conocida y ardientemente esperada: el retorno definitivo de Jesucristo, la transformación definitiva del mundo, la plena revelación de los hijos de Dios (cf. Rm 8,19 ss).
La esperanza cristiana no es pasividad; compromete la totalidad de la persona y está en la base de una profunda relación interpersonal. No se trata de esperar ALGO, sino de esperar a ALGUIEN. Cristo, en su misterio pascual ya consumado, es el objeto último y total de nuestra esperanza. ESPERAMOS EN ÉL Y LO ESPERAMOS A ÉL; Cristo es al mismo tiempo el motivo de nuestra esperanza y la promesa definitiva y última, cuyo cumplimiento –su venida– esperamos. Como afirma san Pablo: “Cristo mismo es nuestra esperanza” (1Tim 1,1).
Esta venida gloriosa, objeto de nuestra esperanza escatológica, no es simplemente una manifestación externa y universal de CRISTO-SEÑOR, sino la revelación en todos y en cada uno de nosotros de su presencia vivificante y vivificadora, que ahora se encuentra velada y es, más que objeto de visión, objeto de intuición. Esta manifestación en nosotros y desde nosotros del Cristo glorioso, que nos habita ahora misteriosamente oculto, constituye lo más esencial de la parusía.
La esperanza cristiana supone anhelo, riesgo y expectación. Pero supone también, al mismo tiempo, gozo y seguridad. Dios no puede fallar. Tenemos en Cristo su Palabra definitiva y tenemos, sobre todo, su amor, y en él nos apoyamos. Esperar en Dios es, en el fondo, lo mismo que creer en Él y lo mismo que amarlo. Apoyarse en Él sin otra garantía que Él mismo; dejarle ser la roca firme e inconmovible de nuestra vida (cf. Sal 17,2-4; Sal 42,10; 61).
El problema es que las personas tenemos casi siempre prisa. Por eso creemos que Dios tarda demasiado en cumplir sus promesas. Pensamos que Cristo debería venir enseguida, y olvidamos las palabras del Salmista: “Mil años son para ti como un día, un ayer que ya paso, una vigilia en la noche” (Sal 89,4), y también las del apóstol Pedro: “No se retrasa el señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos suponen, sino que usa de paciencia con nosotros” (2Pe 3,9).
Hoy, quizás más que en el pasado, los seres humanos pretendemos ser nuestra propia providencia, y salvarnos por nuestra cuenta. Pero, de este modo caemos inevitablemente en la autosuficiencia. Pensamos que nos bastamos a nosotros mismos y prescindimos de Dios, o lo dejamos convertido en una justificación ideológica para las cosas que hacemos o el modo de vida que llevamos; pero, de este modo, nos empobrecemos y vaciamos. El ser humano renuncia, así, a Aquel que habita “su más profundo centro” (S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, 1) y a dejarse salvar amorosa y gratuitamente por Dios, llegando así a la desesperanza e incluso a la desesperación. Por este camino se hace imposible la salvación.
Quizás por todo esto, uno de los testimonios más urgentes que debemos dar los cristianos a los hombres y mujeres del mundo de hoy, es el testimonio de una esperanza viva: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva” (1Pe 1,3); “dad gloria a Cristo, el Señor, y estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones” (1Pe 3,15). Son demasiados los testigos de la desesperanza y la desesperación. Frente a ellos, nosotros vivimos, como dice san Pablo: “Aguardando la feliz esperanza, y la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo” (Tit 2,13).
- ARDIENTE VIGILANCIA
Todo el Evangelio es una apremiante invitación a la vigilancia, al estado de alerta: “Velad, porque no sabéis el día que vendrá vuestro Señor… Por eso, estad preparados” (Mt 24,42-44); “lo que os digo a vosotros, a todos se lo digo: velad” (Mc 13,37); “también vosotros estad preparados, porque en el momento que menos penséis, vendrá el Hijo del Hombre” (Lc 12,35-40).
La esperanza cristiana no es una simple espera. La espera es una actitud que equivale a cruzarse de brazos, aguardando a que sucedan inevitablemente las cosas que se desean o se temen, pero sin intervenir uno mismo en el proceso de su realización (es la espera de alguien sentado en el andén de la estación mientras aguarda la llegada del tren); la espera no tiene “ritmo”; es obligada pasividad, porque uno reconoce que no está en su mano hacer nada para adelantar los acontecimientos, para evitarlos o para influir en ellos de alguna manera. Es resignada apatía.
Pero, si la verdadera esperanza no es pasividad, tampoco es tensión nerviosa o agitación interior, desasosiego espiritual o sobresalto; tampoco conlleva el concepto de miedo. Es, a lo más, temor en el sentido bíblico del término (¡temor a que el Señor pase de largo!). Porque es asombro, estremecimiento, admiración y anhelo.
Jesús no pretende provocar en nosotros la inquietud, la zozobra o el miedo. Sí quiere advertirnos de que su venida, para cada uno de nosotros y para toda la humanidad, puede acaecer en cualquier instante, sin previo aviso, de repente, en el momento más insospechado; y que, por tanto, debemos estar despiertos, atentos y vigilantes, para poder abrirle al instante, apenas llegue y llame (cf. Lc 12,36), sin hacerle esperar a la puerta y, desde luego, sin responderle como Lope de Vega: “Mañana le abriremos… para lo mismo responder mañana”.
Jesús no es un ladrón en la noche, sino un Amigo. Nuestro amigo común y el amigo personal de cada uno de nosotros. Por eso nuestra actitud debe ser de ardiente vigilancia y de gozosa esperanza, no de miedo, ni siquiera de turbación o nerviosismo. Una actitud de serena y profunda alegría, de paz y de confianza, de seguridad y de abandono; de temblor amoroso ante la proximidad del encuentro tantas veces anhelado.
Y en este tiempo de vigilia, “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo” ¿qué debemos hacer? ¿Cuál debe ser nuestra verdadera ocupación y preocupación? La respuesta es vivir en el amor y servir a los demás, poner a disposición de los otros, de nuestros hermanos y hermanas, lo que somos y lo que tenemos, los dones que Dios nos ha dado como talentos que hemos de hacer fructificar y que sólo fructifican de verdad en la entrega desinteresada a los demás. El tiempo de vigilia no es simplemente tiempo de expectación estéril, sino tiempo de servicio (cf. Lc 12,42).
Os deseo a todos y cada uno de quienes formamos nuestra iglesia diocesana de Tánger un Adviento vivid personal y comunitariamente en paciente y gozosa esperanza y en ardiente vigilancia, haciendo nuestro el grito de la Iglesia de todos los tiempos: ¡Ven, señor Jesús!