Si un día has de subir, como Abrahán, a la montaña “donde el Señor provee”, si has de ofrecer sobre el altar de la fe lo que más quieres, si has de peregrinar sobre la tierra sin alcanzar la meta del camino, si has de conocer el terror intenso y oscuro de la muerte, habrás de guardar siempre como un tesoro en el corazón la memoria de las promesas que el Señor te hace, pues éstas han de ser luz para el camino cuando llegue tu noche.
Cuántas veces el israelita creyente habrá llevado desde el corazón a los labios la oración del salmista: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Las palabras de la oración recuerdan la alianza de Dios con su fiel Abrán, la luz que iluminaba las casas de Israel en Egipto, la luz que acompañaba la peregrinación de Israel en el desierto, la luz inaccesible en la que habita el Señor.
Hoy, domingo de la transfiguración del Señor, la Iglesia sube con Jesús de Nazaret a la montaña de la luz.
Nos disponemos a subir con Cristo a la montaña “donde el Señor provee”, la montaña de la obediencia, altura hermosa donde el amor consuma la reconciliación del hombre con Dios y se hace evangelio la paz; nos disponemos a subir con Jesús a la montaña de su muerte, a cargar con nuestra cruz de cada día, a seguirle por el camino en el que él nos precede con la suya; por eso subimos hoy con él a la montaña de la luz, para guardar en el corazón la memoria de una revelación que es una promesa inaudita, pronunciada para iluminar la noche de Jesús y nuestra noche: “Éste es mi Hijo, el escogido; escuchadle”.
Considera el misterio, Iglesia cuerpo de Cristo: hoy comulgas con tu Señor, te haces una con él por la fe y el amor. Sabes que subirás con él hasta la cruz; sabes que te ilumina la misma luz misteriosa que en la montaña alta cambió el aspecto del rostro de Jesús e hizo brillar de blancos sus vestidos; sabes que ofrecida con él en el mismo altar, mientras sufriendo aprendes como él a obedecer, eres amada en el más amado, eres iluminada por la luz que a él lo ilumina, y un día gozarás resucitada de la luz que hoy ves resplandecer en su cuerpo transfigurado.
Guarda memoria de esa luz: la necesitas para tu noche, para la noche de tus hijos, para mantener viva su esperanza, para vendar heridas sin morir de dolor.
Hoy subimos con Cristo a la montaña de la luz. Hasta que un día brille sobre todos nosotros la luz de la Pascua.
Feliz domingo.