Doce jóvenes madrileños se han liado la manta a la cabeza y se han plantado en Marruecos del 6 al 13 de julio para vivir una experiencia de voluntariado en Asilah. Su nexo en común es la institución educativa Fomento de Centros de Enseñanza, concretamente el colegio de Fomento Aldovea: ocho de ellos van a empezar segundo de bachillerato y los otros cuatro son universitarios, algunos exalumnos de otro colegio de Fomento. Con la ayuda logística previa del padre de uno de los bachilleres, han organizado por cuenta propia esta experiencia: por las mañanas, actividades para los niños y por las tardes, labores de pintura y mantenimiento en la casa parroquial y en un barrio humilde de la ciudad.
Cuando le preguntamos a César, uno de los universitarios coordinadores del grupo, sobre la experiencia que han vivido, ahora que ya han regresado a España, le brotan del corazón estas palabras:

Volver de Marruecos no es simplemente regresar. Es traer un olor que no se puede lavar: a cuero, a comino, a pan recién hecho y a polvo antiguo. Es volver con algo en la piel que no estaba antes, y con algo en el corazón que ya no sabrá marcharse.
Se va con la idea de ayudar. Así lo dicen, así se repite: “Vamos a ayudar”. Pero apenas pasan unas horas, y ese verbo ya no encaja. No se va a enseñar, ni a salvar. Se va a aprender. A recibir. A acompañar sin exigir, a estar sin protagonismo. A mirar con otros ojos. Y se aprende todo eso no con discursos, sino con gestos. Con las manos.
Manos que pelan patatas junto a un niño que lo hace mejor. Manos que lavan platos, que pintan muros desconchados, que atan pulseras torcidas en muñecas pequeñas. Manos que juegan a la cuerda, que reparten vasos de leche, que se tienden para invitar, para abrazar. Manos que no preguntan, pero responden. Manos que se vuelven puentes.

Y los niños… Los niños no se explican: se sienten. Llegan tímidos, como si hubieran aprendido que la distancia es una forma de defensa. Algunos no hablan. Otros solo observan. Al principio, desconfían. Pero algo, con el tiempo, se suelta. Una sonrisa, una pelota lanzada, una mano tendida sin palabras. La relación no se construye: simplemente ocurre. Como la lluvia, como la música, como la infancia.
Ellos enseñan sin saberlo. Enseñan a perder con dignidad y a ganar sin soberbia. Enseñan a jugar sin idioma. Enseñan que la gratitud no se pronuncia, se transmite. Enseñan que el cariño se da con el cuerpo entero, sin filtros ni estrategias. Enseñan a mirar desde abajo, desde el suelo, desde lo que falta.
Hay uno que recoge platos sin que nadie se lo pida. Otro que se acerca solo para tocar el brazo, para asegurarse de que estás ahí. Hay quien dibuja un retrato deformado pero con una sonrisa idéntica. Y hay quienes, el último día, se rompen a llorar como si se les arrancara algo del pecho. Y quienes, con un nudo en la garganta, intentan sonreír igual. La despedida duele no por lo que se deja, sino por lo que se ha sido.

Los recuerdos no son fotos ni frases apuntadas en una libreta. Son sábanas colgadas al sol con nombres escritos en rotulador. Son canciones en árabe que nadie entiende, pero que erizan la piel. Son los dibujos que vuelan de mano en mano. Son los trozos de pan compartido como si fuesen perlas. Son las manos manchadas de pintura. Y también de cuscús, de tierra, de humanidad.
Este viaje no es cómodo. No tiene lujos, no tiene certezas. No se trata de hacer turismo solidario. Es, más bien, un despojo. Una forma de vaciarse para dejar entrar algo nuevo. Marruecos no abraza: sacude. No entretiene: confronta. No se deja entender del todo, pero transforma a quien se deja tocar por él.
Los días se suceden entre juegos, tareas, comidas improvisadas y pequeños incendios emocionales. Todo parece caótico y, sin embargo, todo encuentra un sentido secreto. Hay momentos en los que la risa llena el patio como una tormenta repentina. Y otros en los que el silencio lo cubre todo, como si alguien, en medio del alboroto, dijera algo esencial sin pronunciar palabra.

Todo esto ocurre gracias también a quienes sostienen, con paciencia callada, el latido cotidiano del lugar en estos días: Fray Marko y Fray Omar, franciscanos de mirada limpia y palabra justa, y las Hermanas –Misioneras del Señor de los Corazones y de Santa María de Guadalupe–, que con su firmeza dulce convierten el desorden en cuidado y la rutina en hospitalidad. Son presencia constante, invisible a veces, pero imprescindible siempre.
Volver, entonces, no es simplemente regresar. Es empezar a entender. Entender que las prioridades se desordenan. Que el tiempo puede estirarse como una cuerda de saltar. Que el cansancio, cuando viene del servicio, pesa distinto. Que el amor, cuando se da sin esperar respuesta, llena más de lo que vacía.
Quien vuelve, no vuelve igual. No se nota en el pasaporte, pero sí en la manera de mirar. En cómo se escuchan los ruidos de casa. En cómo se valora una ducha caliente o una cama blanda. En cómo se observa el rostro de un niño cualquiera, en cualquier parte, con una ternura que antes no estaba.
Se viaja con mochilas llenas de juegos, de pinturas, de materiales. Pero se vuelve con algo que no cabe en ningún equipaje: una nostalgia dulce, una gratitud sin nombre, una promesa callada de no olvidar. Y una certeza: que los gestos pequeños —pelar una patata, recoger un plato, cantar una canción con un niño que no entiende tu lengua— pueden ser los actos más hondos de transformación.
Porque hay viajes que se hacen con los pies, y otros que se hacen con el alma. Este, sin duda, es de los segundos.
Y lo que se trae no se guarda en una maleta. Se queda en la piel. En el corazón. O en lo que aún algunos llaman, sin vergüenza, el alma.
César Martín Jiménez
