Tengo el corazón encogido, y escribo todavía con un nudo en la garganta. Hoy ha sido un día trágico. Un jour noir, como he oído decir a alguno por aquí.
Esta mañana, antes de partir al bosque, Ester (la psicóloga) nos ha avisado de que esta noche había naufragado una patera con 66 personas, entre ellas muchos de los migrantes que conocemos y que hemos estado tratando estas semanas. Entre ellos estaba Adu, un jovencito de 18 años que hace de «relai comunitario», es decir, nos ayuda como interlocutor. No tenían noticias de él y su teléfono estaba desconectado. Ester nos pide que si visitamos a alguno de los supervivientes preguntemos por él. La primera llamada ya nos pone en situación. Es Moussa, de 27 años. Nos llaman sus amigos pues él a duras penas puede hablar. Llegamos al bosque y no lo encontramos en el punto de encuentro, hasta que vemos en la lejanía unas figuras acercándose, entre ellas una que viene cogida en brazos entre otros dos. Acudimos hasta él con las mochilas y todo el material médico. Apenas puede mantenerse en pie, y al preguntarle sus datos no nos responde. Tiene la mirada perdida. Le indicamos que se siente, y me arrodillo a su lado, mientras le tomamos la tensión. Consigo entender que ha tragado mucha agua, le quema la garganta y está helado. Y deshidratado. Cuando le pregunto qué ha pasado finalmente baja el mentón y rompe a llorar. «J’étais le premier qui est tombé dans l’eau, et le gilet ne marchait pas». Nos dice que ha estado frente a la muerte, y que en el último momento, pensando que no volvería a ver a su mujer y su hija, se ha puesto a rezar. «C’est la prière qui m’a sauvé. J’ai appelé a Dieu, et c’est lui qui m’a sauvé». Nos dice convencido entre lágrimas que Dios le ha salvado la vida. Le aprieto fuerte la mano, seguro que sí. Le preguntamos por los demás, si conoce a Adu, y vuelve a romper a llorar. Mientras le atendemos nos dicen sus amigos que hay más gente, que ya vienen.
Aparecen entre los árboles muchas siluetas avanzando lentamente, apoyándose unos en otros. Llegan donde estamos y se tiran directamente al suelo. Cinco mujeres, una niña y otro hombre. Voy a ver a la niña, entre cacareo de dientes me dice su nombre. Se llama Aisha y tiene 11 años. Su madre a su lado, se quita el pañuelo de la cabeza y le cubre los hombros, como si esta tela de seda pudiera ayudarla a dejar de tiritar.
La imagen es desoladora, todos en el suelo tumbados y exhaustos, algunos todavía temblando. Trini y yo nos miramos; esta gente necesita mantas, agua y comida caliente. Llamamos al equipo psicosocial para pedirles que traigan todo el material. Mientras hablamos, de pronto oigo una voz rota y afónica detrás de mí. «Bon jour ,Tesa». Gracias a Dios, es Adu. El chaval que recuerdo del otro día cuando hicimos la actividad en el bosque, solo que con los labios cortados y la tez llena de sal. Aparecen también otros miembros del campamento, a acompañarles y apoyarles. Me parece brutal como se cuidan entre ellos y el espíritu de solidaridad que desprenden. Hoy han sido ellos, pero cualquier día pueden ser los siguientes. Siento que en realidad es la propia comunidad quien sostiene a los supervivientes, mientras que nosotros solo les acompañamos.
El resto de la mañana ha sido ir viendo uno tras otro, atendiéndoles mientras nos narraban su testimonio. Parecía que necesitaban gritar lo que había pasado. Han muerto 14 personas, entre ellas 4 mujeres y 3 bebés.
Mientras exploro a uno de los chicos me doy cuenta de que tiene toda una dentadura marcada en su brazo. Me cuenta que ha sido una de las mujeres, que al pelear por su vida agarrándose a él que aún estaba en la lancha, le ha mordido el antebrazo y ha tenido que golpearla para que no cayeran los dos. Me dice que ha visto como se hundía. Casi parece que me pida perdón, se excusa diciéndome que estaba luchando por sobrevivir. Quién soy yo para juzgar nada, cuando todo lo que me cuentan me parece espantoso.
Al final, hablando con Àlvar y el resto de equipos, hemos decidido traer con nosotros a los más vulnerables y afectados. Nos hemos coordinado todos los equipos, médico, psicosocial, equipo de mujer, residencia… Y entre todos hemos acogido la situación. Me doy cuenta de cuán importante es nuestra misión aquí, y cuántas vidas conmocionadas hemos atendido hoy, trabajando todos a una. Ahora están en colchones durmiendo en la iglesia. Me he pasado por la tarde a verlos y ayudarles con la cena. Veo entre las mujeres a Karima, una de las mamás que tuvimos acogidas no hace mucho en la residencia tras dar a luz. Uno de los bebés muertos es el suyo. No tengo palabras para describir la expresión en la cara de esta mujer. Me acerco a darle las buenas noches a Moussa, que vuelve a «bendecirnos» por estar allí.
Me parece una escena emocionante para acabar el día, verles durmiendo todos juntos en el suelo de la iglesia, custodiados por las figuras de los santos y la cruz en el centro. Esta noche el Señor duerme acompañado.
Y hoy, que es el día de todos los santos jesuitas, me he visto con la necesidad de ir a misa a pedir por todos. Dice el evangelio de hoy que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, es imposible que de fruto». Y yo me pregunto, qué hay de aquellos que caen en agua salada, en vez de en tierra firme, ¿darán fruto también?
Espero que los acojas a todos en tus brazos, Señor.
Diario del 5 de Noviembre de 2020, de Tesa Reimat Corbella
(*) Los nombres han sido modificados para respetar la intimidad de las personas