Con la Iglesia y como Iglesia celebramos jubilosos la Pascua, la fiesta de las fiestas, fundamento de la fe cristiana. En este Día estamos llamados a anunciar con alegría a todos los hombres la victoria de la vida sobre la muerte, porque Jesús el Mesías ha resucitado y está vivo para siempre: el que se hizo hombre como nosotros, el que murió de muerte violenta y fue sepultado, ha resucitado de entre los muertos, primicia de todos nosotros (cf. 1 Co 15,20; Col 1,18), llamados en él y con él a la vida en Dios. Sí, Jesús fue resucitado por su Padre como respuesta a su vida, entregada por amor hasta el extremo; una entrega que abre para nosotros un camino a recorrer aquí en la tierra y luego en el más allá de la muerte, un camino que nada ni nadie podrá cerrar jamás.
Descripción generada automáticamente con confianza media“No está aquí. Ha resucitado” (Mt 28,6). Este es el corazón del mensaje de la Pascua que, una vez más, el Señor nos dirige hoy, y para comprenderlo mejor, os invito a meditar el acontecimiento de la resurrección de Cristo, con quienes han sido sus primeros testigos.
Igual que se celebran los aniversarios de aquellos acontecimientos que dan origen y consistencia a nuestras familias (matrimonio, nacimiento…), los cristianos hacemos lo mismo, todos los domingos y en cada eucaristía, haciendo un memorial (anámnesis) de aquello que está en el origen de nuestra fe, es decir, la Resurrección de Cristo. Del mismo modo que nos encanta, en los aniversarios familiares, hojear juntos un álbum de fotos o ver unos vídeos recordando la celebración de un matrimonio o un bautizo, al abrir el Evangelio también redescubrimos a Cristo en la frescura del día de Pascua en compañía de María Magdalena, Pedro, Juan y los discípulos de Emaús. Caminemos con sus sentimientos y, como ellos dejémonos también nosotros sorprender por Cristo Resucitado.
Encontrar a Cristo Resucitado con María de Magdala
María Magdalena viene al sepulcro para llorar a quien ama y al que, después de haberlo visto en la cruz, cree ciertamente muerto. San Gregorio Magno veía, en su obstinación por ir hacia Cristo, aunque estuviera muerto, un modelo para todos. Incluso cuando atravesamos la noche de la fe y Cristo, para nosotros, parece estar como muerto, somos invitados a seguir volviéndonos hacia él y a desearlo sin descanso.
Ante María aparece una tumba abierta y vacía; no comprende, razonando cuerdamente cree que alguien se ha llevado el cuerpo de Cristo. Así se lo contará a los Apóstoles y después, una vez, ha regresado llorando al sepulcro, también lo hará a los ángeles y al mismo Cristo, a quien confunde con el hortelano. ¿Por qué no reconoce a Aquel a quien ha seguido hasta la Cruz? Para nosotros resulta fácil entender la idea de la Resurrección, la Iglesia lleva proclamado la de Cristo durante casi dos mil años, pero hemos de comprender que, para quienes la habían experimentado por primera vez, era simplemente inimaginable.
Ahora es Jesús quien la llama suavemente por su nombre: «María». Ni tambores trepidantes, ni trompetas atronadoras, ni una aparición deslumbrante sobre las nubes como la del Hijo del Hombre anunciada por Daniel (7, 13). ¡Qué discreción en esta primera aparición después de su victoria sobre la muerte! Y es por la voz, instrumento de la fe (cf. Rom 10, 17) como María lo reconoce. Inmediatamente se da la vuelta, es decir, se convierte (es la misma palabra), y le grita su amor: “¡Maestro!”. Jesús se muestra aparentemente duro: «suéltame, porque aún no he subido al Padre»; ha de ayudar a María a abandonar su amor hacia el hombre que conoció antes de la Pasión para aprender a encontrarse con el Señor. Y añade unas palabras profundamente significativas: “Pero ve a mis hermanos y diles que yo iré antes que ellos a Galilea”.
Cristo resucitado sale a nuestro encuentro para encomendarnos una misión: ser sus testigos. La Resurrección es el centro de la Historia, pero no es su último acto, y si Dios es su autor, nos ofrece la posibilidad de proclamar su anuncio y lo que significa para todos: es posible la victoria sobre el mal y sobre la muerte, la esperanza de la vida y la felicidad eternas.
Encontrar a Cristo Resucitado con Juan y Pedro
Corramos con el apóstol Juan hacia a la tumba vacía. Ve la sábana con la que habían envuelto el cuerpo de Jesús y cree; lo cierto es que sus ojos solo ven unos cuantos lienzos y un sudario vacío, pero su corazón comprende: Cristo ya no está en el sepulcro: ¡está vivo! En cuanto a Pedro, el Evangelio según San Juan no especifica su reacción ante sepulcro vacío y su personal camino de reconocimiento de la Resurrección. Pero además de lo que escribe San Lucas: que Cristo se le apareció el día de Pascua, tenemos algo mejor: su propio testimonio en Pentecostés (Hch 2, 14-36). A la luz de su encuentro con el Resucitado, Pedro descubrió lo que proclamó ese día: el plan de salvación previsto por Dios para con la humanidad a lo largo de la historia, culmina en la Resurrección de Aquel que fue clavado en la Cruz.
Además, los Evangelios de la Resurrección especifican la misión de Pedro. Es hacia él, hacia quien María Magdalena corre al ver el sepulcro vacío (Jn 20, 1-2) y Juan, el discípulo amado, se aparta para dejar que Pedro entre primero en el sepulcro (Jn 20, 3-10); la Iglesia reconoce con amor su primado. Más tarde, a orillas del Mar de Galilea, Jesús Resucitado confirma y clarifica su misión de pastor y concreta su papel al servicio de toda la Iglesia: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-19).
Encontrar a Cristo Resucitado con los discípulos de Emaús
Aquí es de nuevo Jesús quien toma la iniciativa del encuentro; camina con estos dos discípulos desolados por lo sucedido en el Calvario. Aunque convivido con él antes de su muerte, ahora tampoco lo reconocen; es lo que nos sucede a nosotros, que frecuentemente no lo reconocemos cuando camina a nuestro lado en el transcurso de la vida. Este camino hacia Emaús es importante para ayudarnos a comprender el papel que juega la Palabra de Dios en el encuentro con Jesús. El Resucitado les da, a partir de las Escrituras, el sentido de la Cruz. Es la fe en Cristo resucitado lo que abre nuestro entendimiento para comprender las Escrituras y no al revés, pero también es verdad que entendemos mejor lo que significa para nosotros su resurrección cuando nos alimentamos de la Palabra de Dios.
Cuando Jesús llegó a Emaús, se sentó a la mesa con los dos discípulos, «tomó el pan, pronunció la oración de bendición, lo partió y se lo dio». Ahora es cuando lo reconocen y comprenden quién es. También para nosotros, la Eucaristía es el lugar del encuentro sensible con Jesús resucitado.
Y, lo mismo que María Magdalena y Juan, también estos dos discípulos entienden que ha sido el amor quien los ha conducido a él: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” Los caminantes de Emaús han comprendido, y nos invitan a hacerlo con ellos, que el camino que han recorrido con Cristo Resucitado, y que se apresuran a compartir con los demás discípulos, es en realidad el mismo Jesús: “Camino, Verdad y Vida” (cf. Jn 14, 6).
Un itinerario que vale para todos nosotros
Podemos seguir nuestra meditación acompañando a los otros testigos del encuentro con el Resucitado: las piadosas mujeres, el incrédulo Tomás, los demás apóstoles. Son luces diferentes enfocadas a una realidad que siempre nos superará, y que nos hacen vislumbrar lo que Cristo Resucitado espera de nosotros.
Es Siempre Él quien toma la iniciativa de manifestarse, eligiendo libremente a quien quiere; desea ser reconocido y da señales para poder hacerlo, pero no fuerza nada ni a nadie, dejando que su interlocutor sea libre para responder.
El encuentro con Él rompe todas nuestras precompresiones sobre la vida y la muerte; todos tendremos que llevar a cabo un viaje completo experimentando el miedo, la duda, la alegría, la incredulidad, el malestar y la adoración; y en él, cada uno vamos descubriendo nuestras propias disposiciones interiores y comprendemos que el amor es determinante para avanzar hacia Él.
Una vez reconocido, Jesús revela que no está muerto sino vivo (habla, camina, come) siendo el mismo, lo es manera diferente, porque es dueño de los límites de este mundo, y va conduciendo progresivamente de lo visible a lo invisible, del contacto físico a los signos, de la presencia sensible a los sacramentos, en los que -sobre todo en la Eucaristía, es Él mismo quien se nos entrega; finalmente sus interlocutores acaban comprendiendo que Jesús es mucho más que el Maestro y el Mesías: “¡Señor y Dios mío!”, Exclama Tomás, bienaventurado porque ha creído sin ver.
El encuentro personal con el Resucitado no es privilegio de los discípulos de la primera hora; cada uno de nosotros estamos llamados a vivirlo hoy en los sacramentos, en la escucha orante de la Palabra, en la comunidad eclesial y en el tejido de la entera existencia. Jesús es para siempre nuestro contemporáneo; también a nosotros nos llama a asumir la misma misión que sus primeros testigos.
Todos los encuentros con el Resucitado terminan en los evangelios con una misión. Jesús confía también hoy a cada uno de nosotros la responsabilidad de comunicar la buena noticia de la Salvación, formando así nuestro corazón y nuestra mente para testimoniarlo con la vida y la palabra.
¡Feliz Pascua 2023!
+Fr. Emilio Rocha Grande OFM
Arzobispo de Tánger