Padre José Maria Lerchundi

PADRE JOSE LERCHUNDI

El P. Lerchundi nació en Orio, marinera villa guipuzcoana, el 24 de febrero de 1836. Su nombre de pila fue José Antonio Ramón que cambió más tarde, en su profesión, por el de José María de San Antonio. Educado en un ambiente familiar profundamente creyente, el joven José sintió muy pronto la llamada al estado religioso. Sin embargo la exclaustración forzosa a la que se vieron sometidos los religiosos en España desde 1835, le impidió entrar en una Orden religiosa. No obstante, en 1853, se encaminó hacia el Santuario de Aránzazu, conocedor de que algunos frailes exclaustrados se habían reunido allí, a la espera de poder ver algún día colmada su profunda aspiración de llegar a ser misionero franciscano. En el Santuario reafirmó su vocación aprovechando esta oportunidad para avanzar en los estudios eclesiásticos y perfeccionarse en música, llegando a ser organista del Santuario.

El cambio de situación política en España permitió una tímida restauración de la vida religiosa. El Concordato de 1851 entre España y la Santa Sede autorizaba la vuelta de las Órdenes religiosas. En 1856 se restauró el convento franciscano de Priego (Cuenca) y allí se estableció el primer Colegio de Misiones para Tierra Santa y Marruecos, que poco después se trasladaría a Santiago de Compostela, y a Priego se encaminó el joven Lerchundi. El 14 de julio de 1856 vistió el hábito franciscano. Al año siguiente hizo su profesión religiosa y en 1859 fue ordenado de sacerdote en la catedral de Cuenca.

Dada su delicada salud, los Superiores vieron conveniente enviarlo al Norte de África, de clima más benigno. En febrero de 1861 fue nombrado misionero apostólico para Marruecos, adonde llegó el 19 de enero de 1862 y donde permaneció, con pequeños intervalos de estancia fuera, hasta su muerte en 1896. Treinta y cuatro años, una vida entera. Larga y fructífera esta etapa, etapa de madurez, en la que llevó a cabo una amplísima labor misionera, cultural, social y diplomática que le hacen destacar como una de las grandes figuras del último tercio del siglo XIX.

De 1862 a 1877 vivió en Tetuán, donde creó fuertes lazos personales con los diversos estamentos de la sociedad marroquí y llegó a un profundo conocimiento de la lengua, de la cultura y de la idiosincrasia árabes. En 1877 fue nombrado Prefecto Apostólico de la Misión de Marruecos, cargo en el que permaneció hasta su muerte. Debido a ciertos malentendidos e intransigencias por parte de las autoridades del Gobierno español, tuvo que abandonar Marruecos en 1878 y regresar a España. Aquí permaneció dos años, pasando alguna temporada en Granada y el resto en Santiago de Compostela, de cuyo Convento y Colegio de Misiones fue elegido superior. El 31 de diciembre de 1879 volvió a su añorada Misión de Marruecos. Se iniciaba la etapa más fructífera de su vida en la que desplegó una enorme actividad.

Entre sus realizaciones sólo apuntamos algunas: restauró la Misión de Marruecos, construyendo una serie de iglesias y casas-misión; fundó el Colegio de Misiones de Chipiona en 1882, considerado por él mismo como «la niña de sus ojos», que dio origen a la Provincia restaurada de Granada; fue intérprete oficial en las embajadas intercambiadas entre los reyes de España y el sultán Hasán I de Marruecos, y en la visita de la embajada enviada por el mismo Sultán al Papa León XIII en 1888; renovó varias escuelas de la Misión, creó otras nuevas de segunda enseñanza y alguna profesional; abrió una escuela de árabe para españoles y marroquíes en Tetuán; instaló en Tánger la primera imprenta hispano-árabe de Marruecos; creó un complejo urbanístico para los sin techo en Tánger; apoyó diversas iniciativas de modernización de Tánger y de Marruecos: electricidad, relojes públicos, cámaras de comercio, sociedades marítimas, factorías comerciales, etc.; fundó un Hospital en Tánger con una Escuela de medicina; publicó diversos estudios y libros sobre la lengua árabe.

No es extraño que un hombre así -inteligente, activo, de talante abierto y renovador, profundamente religioso y respetuoso con el pueblo marroquí y sus creencias, solidario y caritativo con los pobres- tuviese un influjo tan grande.

Su rica sensibilidad y caridad para con los pobres era proverbial, tanto que se ganó el apelativo cariñoso de «padre de los pobres». Su prontitud para hacer el bien se puso de manifiesto en tantas obras benéficas como llevó a cabo. Acudió para ello a importantes empresarios. La gente sencilla acudía también a él en busca de valimiento.

Otro aspecto que marca igualmente la personalidad del P. Lerchundi es su forma de entender el trabajo misionero: servir a Dios y al hombre sin distinción de raza o credo, como elemento esencial de la misión. Tuvo siempre claro este objetivo y a él supeditó todo: salud, tiempo, descanso, influencias, etc. Su correspondencia epistolar es inmensa y asombra la capacidad para llevar simultánea y diariamente tantos y tan variados asuntos relacionados con el bien de la Misión.

Su entrega y consagración en cuerpo y alma a la Misión de Marruecos es quizá el rasgo que mejor define la personalidad y la obra toda del P. Lerchundi. Sobresale por encima de todo su amor a esta Misión, un apostolado que aparentemente no tiene mucho atractivo, pues con frecuencia preferimos recoger los resultados de nuestro esfuerzo y nos parece que allí, en Marruecos, «no se puede hacer casi nada». Sin embargo, él supo encariñarse con su campo de trabajo y realizar una gran siembra de «paz y bien» allí donde parecía que las posibilidades no daban para mucho. Creemos que esta actitud del P. Lerchundi encaja perfectamente con aquello que es específico de la evangelización franciscana: el testimonio de la simple presencia por la vía sobre todo del ejemplo, de la amistad y del amor gratuito.

El P. Lerchundi, como hemos dicho, se encariñó de veras con la Misión de Marruecos, con sus hombres, sin parar mientes en si su labor era rentable o no. Ciertamente no ofrecía demasiadas posibilidades, pero él trabajó con ahínco, se metió en su mundo y les ofreció su amistad, su amor, su saber y hacer. Rasgo este eminentemente franciscano. Amó ese mundo, esa sociedad tan distinta a la suya, se inculturizó aprendiendo el árabe como primera e imprescindible tarea -era el que mejor lo dominaba de todos los misioneros-, y se entregó a levantar las Misiones, trabajando incansablemente para llevarlas al prestigio y pujanza que adquirieron. Las circunstancias no fueron fáciles para él.

Cuando el P. Lerchundi llegó a Marruecos iba enfermo y a un país desconocido, y se encontró con unas Misiones desorganizadas y muy deterioradas a causa de las circunstancias históricas por las que habían tenido que pasar. Se metió de lleno en ese mundo que a partir de entonces sería ya «su mundo» y, sin volver la vista atrás, con el arado de su entrega y su fidelidad, empezó a cultivar esa parcela del Reino de Dios, que es la Iglesia testimonial que en Marruecos hace presente a Jesús, el Señor.

Su cercanía al pueblo y a sus problemas no menguó en nada sus grandes cualidades organizativas. Hombre de gran talento como era, destacó desde el principio entre los misioneros, tanto que al año de su llegada a Marruecos, en 1863, fue nombrado Vice Prefecto de las Misiones de Marruecos; en 1867, Superior de la misión de Tetuán y en 1877 Prefecto Apostólico. A sus magníficas dotes de gobierno se debe también la pronta restauración de las Misiones de Marruecos y la fundación de varias iglesias y casas-misión. Su habilidad y fino olfato diplomático quedó patente en su labor de intermediario e intérprete en las varias embajadas entre España y Marruecos o entre Marruecos y la Santa Sede. El P. Lerchundi gozó de la confianza total y amistad del sultán Muley Hasán I, quien subrayó tal amistad cuando le decía «tú eres mi fiel amigo».

Su tesón en el estudio del árabe fue tal, que llegó a ser el que mejor lo dominaba en toda la Misión a los pocos años de su estancia en Marruecos. Prueba de ello son sus publicaciones sobre la lengua árabe, gramática, vocabulario, etc.

Su obra

El acercamiento a la figura y rica personalidad del P. Lerchundi nos pone en pista para descubrir, o mejor, hacer hincapié en su ingente obra, al menos en algunas de sus realizaciones principales. Nos vamos a detener únicamente, aunque sólo sea en plan de apunte, en su obra como restaurador de las Misiones de Marruecos y fundador del Colegio de Chipiona, en su labor cultural y en su labor social.

Restauración de las Misiones de Marruecos.- El contacto con el pueblo marroquí y con sus necesidades, y la esmerada atención al europeo, le hizo descubrir enseguida por dónde tendría que orientarse su labor: por restaurar la Misión Católica española en Marruecos. Si quería llevar a término su objetivo reformista en los campos de la enseñanza y de la salud pública, ése era el camino.

Por eso, como primera medida, el P. Lerchundi abordará la tarea de la restauración de la Misión franciscana, intentando por todos los medios la renovación de los misioneros y la restauración de sus conventos e iglesias. Manos a la obra, construye una nueva iglesia en Tánger, la de San Juan Bautista en el Monte, inaugurada el 24 de junio de 1883. Después llevará también la presencia del misionero restableciendo las casas-misión de Mazagán (1887), Larache (1888), Safí (1889), Rabat (1891) y Casablanca (1891). Sin medios económicos, tendrá que servirse de algunos locales paupérrimos y alquilados, como la misión de Rabat, «mísera casa, con un pobrísimo local que hace de

iglesia», como nos la describe el cronista. Más suerte tuvo con la misión de Casablanca, cuyo terreno se lo regalará el propio sultán de Marruecos, Hasán I. Dio los pasos para fundar en Mogador, cosa que se haría realidad después de su muerte. Aunque lo intentó, no pudo reabrir las antiguas casas del interior del país: Marrakech, Mequinez y Fez. Asegurada la presencia misionera, ya podía dar rienda suelta a sus muchos proyectos.

Fundación del Colegio de Misiones de Chipiona.- El P. Lerchundi era consciente de que la obra de renovación de la Misión Católica en Marruecos no sería posible sin la aportación de nueva savia misionera; era imprescindible renovar el personal misionero. El único Colegio existente entonces, el de Santiago, parecía que no podía responder a las urgentes necesidades de nuevos hermanos para la misión. Necesitaba un nuevo Colegio de Misiones.

La idea la había expuesto ya el P. Lerchundi al Nuncio y también se la comunicó al P. Albiñana, Vice-Comisario general de la Orden. El 10 de junio de 1880, en Madrid, tuvo lugar una reunión en la que participaron representantes del Gobierno, de la Obra Pía y de la Orden, y en la que se acordó la fundación de un nuevo Colegio. El P. Lerchundi participó en su calidad de miembro de la Orden.

A partir de ese momento se abre un tiempo verdaderamente apasionante para el P. Lerchundi. El lugar a escoger debería tener buen clima, no tan húmedo como el de Galicia, y ofrecer unas posibilidades que permitiesen establecer un Colegio misionero, con locales y dependencias amplias y con infraestructura suficiente para Casa de formación. Y comenzaron las visitas, idas y venidas, informes, dificultades, proyectos y sueños.

Se dirige el P. Lerchundi a Andalucía y visita La Rábida y Loreto (Espartinas, Sevilla), siempre siguiendo la línea de los conventos abandonados desde la exclaustración. No le disgustan, pero cuando pocos días después va al Santuario de Nuestra Señora de Regla (Chipiona), todo su horizonte se ilumina. Informa enseguida a la Obra Pía y se inclina de una forma definitiva por el Santuario de Chipiona. Todo lo ve favorable.

El Convento de Nuestra Señora de Regla corrió la misma suerte que todos los conventos de España en el año 1835. Con la exclaustración forzosa, los Agustinos, que desde hacía siglos eran sus guardianes, se vieron obligados a abandonarlo. Y empezó el silencio, el saqueo, la ruina y el olvido. Todo cambió cuando los Duques de Montpensier, que habían restablecido su residencia de verano en Sanlúcar de Barrameda, se convirtieron en los mecenas del Santuario; restauraron la antigua iglesia y señalaron un capellán para que se encargase del culto.

Superadas una serie de dificultades con el Nuncio y con el Gobierno español, ya que el Santuario tenía otros pretendientes -jesuitas, benedictinos, el cardenal Lavigerie, etc.-, el P. Lerchundi pudo ver cumplido su sueño. El 29 de agosto de 1882 llegaban por mar a Chipiona, procedentes de Galicia, 23 miembros de la comunidad de Santiago -3 sacerdotes, 1 hermano laico, 12 profesos estudiantes, 5 novicios y 2 terciarios-. Unos meses antes, en marzo de ese mismo año, habían llegado, procedentes también de Santiago, cuatro religiosos, dos sacerdotes y dos hermanos, a realizar las obras necesarias y a preparar el terreno, entre ellos el que fue primer Rector del Colegio de Regla, el P. Antonio Gómez. La nueva fundación comenzaba, por tanto, con un total de 27 frailes. Para la inauguración solemne se escogió el próximo día de la Virgen de Regla, 8 de septiembre de 1882.

El Colegio se fundó con el fin exclusivo de ser un centro misional. Para lograr este propósito, gozaba de independencia jurídica de toda Provincia, estando bajo la autoridad del Prefecto de Misiones de Marruecos y del Vicario general de Madrid. La Obra Pía se comprometía a sufragar los gastos de instalación, culto, sostenimiento y manutención del Colegio. El ansia misionera del P. Lerchundi podía verse finalmente satisfecha con esta nueva fundación que le garantizaba el personal necesario para las misiones de Marruecos y Tierra Santa. No en vano el P. Lerchundi mimó el Colegio de Regla como a la «niña de sus ojos», según expresión de él mismo.

Su labor cultural.- La situación de Marruecos cuando llegó el P. Lerchundi era de retraso en comparación con las naciones europeas, pero había tomado conciencia de que tenía que superarse y progresar para evitar la ocupación cultural, económica y política de los países europeos.

Consciente de esta realidad, el P. Lerchundi, ajeno por completo a intenciones colonialistas, centró su actuación en los campos en que la urgencia y necesidad era mayor: la enseñanza y la salud pública. Sin otra mira que el bien del pueblo, puso manos a la obra. Su interés por aprender la lengua del país, por crear escuelas y centros de estudio, por fundar hospitales y escuelas de medicina, tiene su raíz aquí, y brotan de su talante evangelizador y misionero. «El P. Lerchundi -según escribe su mejor conocedor en la actualidad, el P. R. Lourido- se afanó durante toda su permanencia en Marruecos por ser útil a la sociedad en que vivía. No actuó por un simple espíritu filantrópico, sino impulsado por profundos y vitales sentimientos religioso-cristianos, dentro de un absoluto respeto hacia las creencias religiosas de los demás, especialmente musulmanes, que constituían la totalidad de la población marroquí. No podemos perder nunca de vista esta óptica si queremos colocar en su punto justo toda la labor cultural y social del P. Lerchundi».

Centrándonos ahora en el campo cultural y de la enseñanza, indiquemos realizaciones e iniciativas. Fundó las escuelas de Tánger para niños. Algo más tarde, en 1883, para atender a la educación de las niñas, trajo de España a las primeras religiosas que se dedicaron a la enseñanza en África, las Terciarias Franciscanas de la Inmaculada. Con el fin de que estos niños y niñas pudiesen continuar sus estudios, se construyeron dos Colegios modernos en las afueras de la ciudad, que ya funcionaban en 1886, uno para niñas, el Colegio de San Francisco de Asís, y otro para niños, el Colegio de San Buenaventura.

Creó en Tetuán un centro para el estudio del árabe, donde debían prepararse los misioneros y los numerosos jóvenes españoles que habían de servir de intérpretes en embajadas y consulados. Quiso, en unión con el Gobierno español, fundar en Tánger un Instituto de segunda enseñanza, pero al no poderse llevar a efecto tal proyecto, fundó el Colegio antes mencionado de San Buenaventura. Con un gran sentido social completó esta gran labor con la creación de una Escuela de Artes y Oficios en Tánger.

Él mismo se dedicó al estudio del árabe como el medio primero e indispensable para servir mejor a la evangelización, y lo exigió a los misioneros que se iban incorporando a la Misión. Su dominio del árabe -el que habla el pueblo- fue tal que en pocos años se convirtió en verdadero maestro y especialista, publicando la gramática titulada Rudimentos del árabe vulgar que se habla en el Imperio de Marruecos (1872), laCrestomatía árabe (1881), y el Vocabulario español-arábigo del dialecto de Marruecos (1893), y relacionándose con intelectuales y arabistas eminentes, como el Dr. Simonet, catedrático de árabe de la Universidad de Granada, con quien trabajó en 1878 en la confección de la Crestomatía.

En el plano de la enseñanza profesional, fundó en Tánger la imprenta hispano-arábiga (1888), a la que agregó un taller de encuadernación y otro de carpintería.

Para llevar adelante una obra tan grande -escuelas, publicaciones, imprenta, talleres- necesitaba unos recursos que la Misión no tenía. Para ello fundó en Madrid la Asociación de Señoras de María Inmaculada, que extendió, con su influencia, por casi toda España.

El P. Lerchundi trabajó además para crear una verdadera intercomunicación cultural. Esto lo podemos apreciar sobre todo a través de la abundante correspondencia mantenida con arabistas, así como con viajeros y exploradores, aventureros, médicos, hombres dedicados al comercio, la industria y las comunicaciones.

Su labor social.- El P. Lerchundi ampliaba sus desvelos a todas las necesidades sociales, sobre todo aquellas que muestran las heridas más sangrantes de la condición humana, como la pobreza, el sufrimiento y la marginación. Su labor en favor del pueblo sencillo le hizo merecedor del honroso título de «padre de los pobres».

En 1881 fundó en Tánger, con la colaboración del Dr. Ovilo, el Hospital español, pensando en los pobres tanto marroquíes como europeos, y levantó más tarde uno nuevo, más amplio y moderno, que se inauguró el 25 de noviembre de 1888. También creó la Escuela de Medicina, donde se pudieran formar tanto los misioneros como los jóvenes marroquíes.

En 1887 construyó una barriada de casas baratas para familias pobres. Aunque el proyecto inicial era mucho más ambicioso, no pudo llevarse a cabo por falta de medios económicos.

En 1892, para conmemorar el IV Centenario del descubrimiento de América, en unión con su gran amigo el Dr. Tolosa Latour, fundó en Chipiona, al lado de su querido Colegio de Misiones de Regla, un sanatorio para niños escrofulosos, el primero en España de ese tipo. El doctor le había dicho que las playas de Chipiona eran inmejorables para un sanatorio de esas características. El propio P. Lerchundi solicitó ayuda económica a la Reina de España. La obra se concluyó después de su muerte. Es el «Sanatorio Marítimo de Santa Clara».

Finalmente, en 1895 instituyó la Cocina económica, que significaba alimento y ropa para los pobres de la ciudad de Tánger, y que pusieron en funcionamiento señoras de la asociación «Damas de Caridad», creadas también por él.

Puente entre dos culturas.- La obra cultural y social del P. Lerchundi en Marruecos pone de manifiesto cuáles eran los móviles de su actuar. Franciscano y misionero por encima de todo, supeditará cualquier otra intencionalidad a su labor como evangelizador. Incluso su faceta como diplomático siempre la entenderá como un servicio y como un puente entre dos culturas, entre dos pueblos.

Extraña y curiosa esta faceta diplomática, pero las circunstancias van tejiendo la vida con los hilos más insospechados. El P. Lerchundi se había ganado una merecida fama por su capacidad, prestigio e influencia en ambos gobiernos, el español y el marroquí. El fraile franciscano, que había sido un verdadero puente entre dos pueblos, dos culturas, dos religiones, ahora se convierte también en un verdadero puente entre los dos gobiernos, entre los políticos de su época. Ni el proselitismo religioso ni el colonialismo egoísta tuvieron cabida en el corazón de un hombre, tan religioso y misionero como español, pero que se sentía enviado para dar testimonio y hacer el bien a un pueblo que tímidamente se abría a los logros de la cultura occidental.

Sus conocimientos de lengua árabe, su recio carácter y su bondad y humildad franciscana daban como consecuencia una personalidad recia y cercana. En la Corte de Madrid apreciaban sus cualidades y consideraban imprescindibles sus servicios. Mantuvo contactos frecuentes con Don Segismundo Moret, Ministro de Estado, con quien ideó el modo de actuación de España en Marruecos, abogando por la penetración pacífica y civilizadora, que debía fundarse en estos pilares básicos: a) defensa de la integridad del territorio marroquí; b) desarrollo de toda clase de relaciones entre el pueblo español y marroquí; y c) ayuda positiva en el despertar social y económico de Marruecos. Lo que dio como resultado el que se crearan y desarrollaran las relaciones marítimas entre España y Marruecos, reforzando y alentando las diversas obras de tipo cultural y social; se crearon igualmente cámaras de comercio; se proyectó un gran muelle en el puerto de Tánger. El P. Lerchundi apoyó igualmente diversas iniciativas de modernización de Tánger y de Marruecos: electricidad, relojes públicos, sociedades marítimas, factorías comerciales.

Pero sus servicios los prestó sobre todo como intérprete en diversas embajadas entre le Rey de España y el Sultán de Marruecos: en 1882, en dos ocasiones, en 1885 y en 1887. La amistad personal del P. Lerchundi con el Sultán era una inestimable ayuda de cara a asuntos muy delicados que a veces tenían que resolver. El 25 de febrero de 1888, con una solemnidad extraordinaria, recibía el Pontífice León XIII la embajada marroquí, siendo el P. Lerchundi el intérprete oficial. Esta embajada tuvo una gran transcendencia no sólo en el orden religioso sino también en el político.

El P. Lerchundi se había ganado una fama y un prestigio extraordinarios en la sociedad de su tiempo, tanto en España como en Marruecos. En los últimos años de su vida siguió trabajando por los demás como el primer día. Ante los ruidos de guerra que en 1893 se barruntaban entre España y los rifeños, el Sr. Moret, Ministro de Estado, conociendo la gran influencia del P. Lerchundi ante el Sultán, le pidió que acompañase a la embajada española con vistas a solucionar la delicada situación, pero su quebrantada salud no le permitió asistir.

Verdaderamente el P. Lerchundi acercó estos dos «mundos». Sólo un Estrecho los separa. Entre esas costas, tan cercanas por la geografía y a la vez tan distantes psicológica y culturalmente, el P. Lerchundi tendió un puente.

Su mensaje

A modo de conclusión, trataremos ahora de enunciar algunas lecciones permanentes que nos estimulen en nuestra vocación franciscana y misionera. ¿Qué nos diría hoy a nosotros el P. Lerchundi?

  1. ¡Sed hombres de Dios!El P. Lerchundi fue, por encima de todo, un hombre de Dios, un profundo creyente. De su fe y de su contacto permanente con Dios sacaba cada día el impulso y las fuerzas para continuar incansable su labor evangelizadora. Es una invitación permanente a que anclemos nuestra vida entera en Dios, a que nos aferremos a la oración, a la Palabra, a la Eucaristía como los mejores soportes de nuestra vida y de nuestro actuar. Sin esta referencia a Dios nuestra vida se vuelve estéril.
  2. ¡Sed hermanos menores!El P. Lerchundi amó su vocación franciscana. Francisco de Asís, Antonio de Padua, los Protomártires de Marruecos, fueron puntos de referencia obligados en su vida. Su talante cercano, sencillo, de verdadero hermano menor, metido en medio del pueblo, son rasgos que bebió en las fuentes de la espiritualidad franciscana. Invitación permanente para nosotros. Nos decimos franciscanos, y lo somos. Pero necesitamos mucho más mirar una y otra vez a Francisco de Asís. Que se nos pegue más su vida, su modo de acercarse a Dios, a los hombres, a las cosas creadas, que se nos pegue su libertad, su transparencia, su pobreza y minoridad, su sencillez, su alegría… ¡Amad vuestra vocación franciscana!, nos recuerda de nuevo el P. Lerchundi.
  3. ¡Sed evangelizadores y misioneros!Este es quizá el grito que con más fuerza nos dirige el P. Lerchundi: ¡Sed misioneros! Para esto vivió y por esto murió el P. Lerchundi. Si toda vocación cristiana es esencialmente misionera, mucho más lo es nuestra vocación franciscana. Este componente evangelizador está en la raíz de nuestra vocación, como también lo estuvo en los orígenes de la conversión de Francisco al Evangelio. El evangelio de la misión marcó su vida. No esconder la luz es obligación de todo cristiano, mucho más del franciscano. El P. Lerchundi quiso ser fiel a esta vocación misionera allí donde le colocó la obediencia: la misión de Marruecos. Amó la misión, amó a sus gentes. Se esforzó por «meterse» en el pueblo y por conocer sus costumbres, su historia, su cultura, a través del aprendizaje de la lengua árabe. Cercano, tolerante, respetuoso, a la vez que siempre fiel a sí mismo. El P. Lerchundi, creemos, se adelantó a los tiempos y desarrolló un trabajo misionero y evangelizador, de matiz eminentemente franciscano, que integra valores de hoy, como la inculturación y el respeto sumo a los credos e idiosincrasia de los pueblos.
  4. ¡Amad a los pobres!Uno de los rasgos de la actuación misionera del P. Lerchundi fue la cercanía y amor a los pobres y sus problemas. Durante su vida siempre lo tuvo en cuenta. Y curiosamente, su última realización fue pensando en los pobres. En 1895 fundó en Tánger una Asociación de Damas de Caridad para atender a los pobres que iban creciendo en una ciudad cada vez más populosa, prescindiendo de toda distinción de credo o nacionalidad. Comedor, ropero y limosnas fueron los tres servicios que mitigaron la indigencia de aquellos menesterosos, gracias a la caridad y gran sensibilidad del P. Lerchundi.
  5. ¡Tened esperanza!Es la última lección que nos deja el P. Lerchundi: ¡mirad el futuro con esperanza! Ciertamente la situación actual no nos permite abrigar demasiadas ilusiones. El P. Lerchundi experimentó en su propia vida la penuria y precariedad en todo, en personas, en medios, que no en ilusiones. No obstante, como si se creciera ante las dificultades, arrostró con entusiasmo todos los obstáculos, y dejó, tras su muerte, una Misión restaurada, reorganizada, con personal, con vida y con futuro.

Hasta aquí hemos ido desgranando la riqueza que se esconde tras su rica personalidad: vasco insigne, español convencido, profundo creyente, humilde franciscano, egregio misionero, amante de la Iglesia, puente entre dos culturas y credos religiosos, tolerante con todos, cercano al pueblo marroquí, respetuoso con sus valores, sensible a sus problemas y necesidades, «padre de los pobres». Su fino olfato misionero, su talante evangelizador, su modo franciscano de estar «en medio» de los musulmanes anticipan, en parte, la nueva mentalidad eclesial del Concilio Vaticano II. El P. Lerchundi se adelanta a la nueva sensibilidad de hoy en el campo de la evangelización, más respetuosa, más inculturada, más preocupada de ser sólo eso: presencia del Reino. ¡Ojalá aprendamos la lección de su vida y herencia!