Un taller de esperanza para niños en situación de calle

Por Rania Entifi

En el marco del Día Internacional de los Niños y Niñas en Situación de Calle, celebrado cada año el 12 de abril, el centro de solidaridad El Faro en Tánger organizó una serie de talleres que tocaron profundamente a los niños y adolescentes que participaron.

El pasado viernes 11 de abril, en una luminosa sala del centro de día El Faro 1, el silencio se rompía con las voces atentas de niños que, durante un instante, dejaban atrás el ruido de la calle para entrar en el universo de un cuento. Esta vez, el protagonista era un elefante — enorme, fuerte, pero atado a una pequeña estaca desde su infancia—. El relato, conocido como El elefante encadenado del escritor Jorge Bucay, fue el eje central de un taller impartido a niños en situación de calle en esta ciudad del norte de Marruecos.

El taller fue una propuesta emocional y pedagógica dirigida por la profesora de educación especial Beatriz López con el apoyo del director de cine documental Javier Extremera, y adaptado al árabe marroquí por la escritora Rania Entifi, para que cada niño pudiera no solo entender, sino también sentir la historia en su lengua materna.

Este espacio no fue solo una actividad lúdica: fue una invitación a la reflexión profunda. En el cuento, el elefante no escapa de la estaca no porque no pueda, sino porque ha crecido creyendo que no es capaz. “Ese elefante somos muchas veces nosotros”, dijo Beatriz a los niños con dulzura. “Pero vosotros hoy, podéis empezar a preguntaros qué cadenas invisibles os detienen… y cómo soltarlas.”

El taller se enmarca en una serie de actividades que tienen como objetivo despertar la imaginación, la empatía y el pensamiento crítico en menores que han enfrentado el abandono, la pobreza y la violencia estructural. A través del cuento, los niños no solo se identificaron con el elefante, sino que compartieron emociones y recuerdos propios, algunos por primera vez. Uno de ellos, de 14 años, escribió: “Yo también pensé que no podía, que no tenía fuerza. Pero ahora sé que lo tengo que intentar.”

Después de su primera sesión en El Faro 1 —centro que durante el día ofrece protección y acompañamiento a niños en situación de calle—, el taller fue llevado a la Casa Familia Guadalupe, el hogar donde ahora viven algunos de esos mismos niños, acompañados por un equipo de educadores. Allí, la experiencia cobró una dimensión aún más profunda. Tras ver la adaptación audiovisual del cuento, el debate entre los niños y adolescentes duró más de una hora. Estaban fascinados, conmovidos, tocados.

Uno de los chicos, con una claridad desarmante, gritó: “¡Esa cadena a la que el elefante estaba atado es la drogadicción que nos mataba cuando vivíamos en la calle!”

Otro respondió: «Para mí, esa cadena es la complejidad de la vida.”

De pronto, aquellos niños, hasta hace poco invisibilizados y marcados por la marginalidad, hablaban como personas sabias, con una lucidez poco común incluso en los adultos. No era solo un cuento; era un espejo. Era la posibilidad de resignificar su historia.

Desde una mirada sensible pero firme, este taller apunta a algo más profundo: la reconstrucción de la autoestima y la conciencia de posibilidad. “Cuando los niños cuentan, escuchan y se ven reflejados en una historia, empiezan a imaginar otros finales para sus propias vidas”, explica Javier Extremera, quien documenta parte del proceso con el respeto que exigen las historias reales.

El centro El Faro 1, creado recientemente en el corazón de Tánger, se ha convertido en un refugio de humanidad. Aquí no se ofrecen soluciones mágicas, pero sí espacios seguros donde la escucha y el apoyo son herramientas de transformación.

A continuación, Beatriz López y Javier Extremera propusieron un segundo taller: un “Vision Board”. Con tijeras y revistas sobre la mesa, cada niño debía buscar imágenes que representaran sus sueños, intereses y aspiraciones. La consigna era simple pero poderosa: «¿Cómo te imaginas tu futuro?”

Lo que siguió fue profundamente conmovedor. Uno de los niños eligió la foto de un microscopio y dijo con orgullo: «Yo quiero ser investigador».  

Otro, sosteniendo una imagen de un mapa, afirmó: “Quiero estudiar los orígenes de la gente del norte de África. Quiero ser científico de eso.”

Aquel ejercicio sencillo, hecho con papel y collage, se convirtió en un portal hacia el futuro. Fue un momento de seriedad luminosa: los niños pensaron en su porvenir con madurez, pero también con alegría, sin miedo. Porque por primera vez, algunos estaban visualizando un mañana que parecía posible.

Desde una mirada sensible pero firme, estos talleres apuntan a algo más profundo: la reconstrucción de la autoestima, la posibilidad de soñar y el derecho a imaginarse un destino diferente. “Cuando los niños cuentan, escuchan, se ven reflejados en una historia y luego se atreven a proyectarse en el futuro, empiezan a escribir otros finales para sus propias vidas”, dice Javier Extremera.

El sábado 12 de abril, las actividades continuaron con una propuesta artística diferente: un taller de Land Art impartido por la artista Sanae Alami. Usando elementos de la naturaleza — los niños trabajaron en la creación colectiva de una mandala. No se trataba de competir sino de colaborar.

Cada uno tenía la responsabilidad de construir una parte de esa figura simbólica, y poco a poco, entre risas, silencio y concentración, se tejió un espíritu de equipo auténtico. La mandala, símbolo ancestral de equilibrio, armonía y totalidad, se convirtió también en un reflejo de lo que estos niños, muchas veces fragmentados por la dureza de la vida, pueden crear juntos.

La actividad duró varias horas y fue profundamente disfrutada por todos. Los rostros reflejaban tranquilidad, orgullo y conexión con el entorno. Era una manera de sanar, desde el arte y desde la tierra.

Al finalizar el día, Beatriz y Javier propusieron una última dinámica: un juego colectivo de balón prisionero. Aunque simple, este juego clásico permitió reforzar la cooperación, el compañerismo y la descarga emocional positiva. Los niños se entregaron con entusiasmo, rieron, corrieron, se animaron unos a otros. Fue una experiencia de liberación emocional: una válvula de escape para tantas tensiones acumuladas.

Desde una mirada sensible pero firme, este conjunto de talleres apunta a algo más profundo: la reconstrucción de la autoestima, el derecho a soñar y la posibilidad de sentir que se pertenece a algo más grande que uno mismo. “Cuando los niños cuentan, crean, juegan y se proyectan, están empezando a construir los cimientos de un futuro distinto”, dice Javier Extremera, director de cine documental.

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