Una humanidad transida de luz:

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La vida de Jesús, la de los pobres, se enfrenta a la oscuridad de la muerte.
Sobre él, sobre ellos, se cierne el horror del abandono en que los deja Dios, del sinsentido al que los entrega la razón, del infierno que es sinsentido y abandono intuidos como eternos.
No sé si por comunión con Jesús, no sé si por comunión con los pobres, también nosotros bajamos al infierno, caminamos a tientas en el sinsentido, experimentamos la angustia del abandono.
Con Jesús, con los pobres, también nosotros decimos: “Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Que no triunfen de nosotros nuestros enemigos. Sálvanos de todos nuestros peligros”.
Pisoteados por la justicia, condenados por los poderosos, crucificados por la indiferencia de todos, Jesús y los pobres, Jesús y la Iglesia que es su cuerpo, tú y yo, necesitamos una promesa divina a la que abrazarnos en el naufragio de la vida, una luz por la que guiarnos en la oscuridad de la noche.
Necesitamos entrar en el misterio de nuestra existencia, ir más allá de la piel que nos protege, ver más allá de lo que se ve, entrar más allá de nuestra propia intimidad.
Necesitamos saber quién es Jesús, cuál es la esperanza reservada a los pobres, cuál es el destino del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Necesitamos saber para no morir de soledad.
Hoy, a sus pobres, a su Iglesia, Jesús nos toma consigo y nos lleva aparte a ‘su montaña alta’, a su humanidad resucitada, y nos la hace contemplar atravesada por la luz de Dios.
Entonces escuchamos las palabras de la revelación. Se dicen para Abrahán, para Jesús, para los pobres, para la Iglesia, para cada uno de nosotros:
“Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré…Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo”.
“Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto”.
A la luz de la fe, vemos y escuchamos.
A la luz de la fe, contemplamos y aprendemos.
Más aún, comulgando con ese Hijo amado, con el predilecto, comulgamos la luz de su resurrección, comulgamos la certeza de ser con él bendición para todas las familias del mundo.
Comulgando con ese Hijo, hemos aprendido a decir: «¡Padre!», y la memoria de su ternura y su misericordia se ha quedado para siempre en el secreto de nuestro corazón.
Comulgando con Cristo resucitado, llenamos de esperanza el cuenco de nuestros días.
Y soñamos con poner luz en la vida de los pobres, poner ternura en la soledad de sus caminos, poner en sus manos el pan que necesitan, alimentar la esperanza en sus corazones, dejarles la certeza de que son amados, de que son como Jesús predilectos de Dios, de que son como nosotros hijos my amados de Dios.
Feliz domingo a todos los que soñáis una humanidad transfigurada, resucitada.