«Ven, Señor Jesús»

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Cada día, al comenzar la oración de la Liturgia de las Horas, la comunidad eclesial repite una súplica apremiante: Dios mío, ven en mi auxilio. Al decir, “ven”, el orante bíblico pedía la irrupción de la divinidad en su historia, en su contexto vital.

Sobre el hombre vienen, sin que él los llame, el temor y el terror, la desgracia, el sufrimiento y la muerte. De ahí la apelación del creyente al Dios de su vida: “Ven, date prisa en socorrerme”. Con Dios vendrá la misericordia y la compasión, la luz y la alegría, el auxilio y la liberación, el juicio y la salvación. Si él viene, vendrán todas las naciones; él las reunirá; vendrán para ver la gloria del Señor.

Habéis oído lo que dice el Señor: “Yo vendré para reunir a las naciones”. Mientras lo oíais, evocabais el misterio de la encarnación, por el que Dios ha visitado y redimido a su pueblo; recordabais la vida de Jesús de Nazaret, enviado por el Padre a las ovejas perdidas de la casa de Israel; pensasteis en la entrega del Señor, en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo Jesús, de quien el evangelista Juan dice que “murió para reunir a los hijos de Dios dispersos”.

Mientras oíais la palabra del Señor que decía “Yo vendré”, hacíais memoria de su venida a vuestra vida. Él os visitó en el bautismo para hacer de vosotros criaturas nuevas, una humanidad nueva de la que Cristo era el Primogénito, el primero de muchos hermanos. Él os visitó para ungir vuestro cuerpo y vuestro espíritu con óleo de alegría y hacer de vosotros los “ungidos-cristos de la nueva alianza”, un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. El que había dicho: “Yo vendré”, os visitó con la unción de su Espíritu Santo para enviaros a evangelizar a los pobres. El que había dicho: “Yo vendré”, viene hoy a nuestra vida, nos visita con su palabra en esta celebración eucarística, nos visita con su Hijo, a quien acogemos por la fe cuando acogemos, escuchando, la palabra de Dios y cuando acogemos, comulgando, el cuerpo y la sangre del Señor.

El que había dicho: “Yo vendré”, dijo también: “Las naciones vendrán”. Y os contáis a vosotros entre los que el Señor ha convocado de entre todas las gentes, para que fueseis su Iglesia una, su Iglesia sin fronteras, su Iglesia católica, el pueblo de su heredad, la asamblea convocada por la fuerza de su gracia, por la fidelidad del Señor a sus promesas, por la misericordia del que es misericordia. Él dijo: “Las naciones vendrán”, y vosotros habéis venido, habéis acudido hoy a la casa del Señor, al banquete de bodas del cordero, a la cena pascual de la Nueva Alianza, a la presencia del que os ha llamado porque es fiel.

Habéis oído la palabra de Dios, y vuestro corazón se llenó de gozo por lo que ya contempláis cumplido en la Historia de la Salvación, en la vida de vuestra comunidad de fe, y en la vida de cada uno de vosotros.

Sin embargo, también halláis en vuestro corazón, junto con la certeza de la esperanza en los bienes que el Señor os tiene reservados, la nostalgia de la manifestación definitiva de la gloria de Cristo nuestro salvador. Pues, siendo mucho lo que la fe nos permite conocer y gozar como ya cumplido, es también mucho, muchísimo, lo que esperamos ver consumado en el futuro, en el último día, en el día de la manifestación gloriosa de Cristo Jesús. Por eso, agradecemos lo que hemos recibido, damos gracias por lo que se nos ha manifestado, confesamos nuestra fe en la última venida del Señor en su gloria, la preparamos con el ardor de la caridad y la fuerza de la oración.

En la historia, en el tiempo, en este tiempo nuestro, se está haciendo realidad ese sueño de Dios que el profeta Isaías nos contó con las palabras de su mensaje: la misericordia de Dios y su fidelidad alcanzan a todos los pueblos, y de todas las naciones llega hasta Dios un canto de alabanza. Es como si por todos los caminos de la casa del Padre estuviesen llegando, no un único hijo que se había perdido, sino caravanas ininterrumpidas de hijos, que vienen días tras día, llenan de alegría el corazón del Padre, y llenan de música la sala de su banquete de fiesta.

Vosotros, queridos, sois los mensajeros que él envía para convocar a los ausentes.  Con vosotros va el que os envía. Id al mundo entero, proclamad el Evangelio, llenad el mundo con la luz de Cristo, trabajad para que se llene de comensales la casa del Padre, llenad el cielo de alegría, adelantad con vuestra fe y vuestro amor la venida del Día del Señor, el cumplimiento pleno del “sueño de Dios”. ¡Ven, Señor Jesús! ¡Feliz domingo!

Siempre en el corazón Cristo.
+ Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo emérito de Tánger