“El Señor les dio pan del cielo”. Al pronunciar tu oración en la asamblea eucarística, recuerdas las maravillas que el Señor realizó en el desierto a favor de su pueblo, recuerdas un pan que el pueblo de los redimidos no podía preparar, provisiones de las que no podía disponer, y confiesas con el pueblo de la antigua alianza: “El hombre comió pan de ángeles, el Señor les mandó provisiones hasta la hartura”. En tu oración, Iglesia de Dios, recuerdas la abundancia del paraíso, símbolo de los bienes de la tierra prometida; y recuerdas esa tierra que manaba leche y miel, la tierra que el Señor dio a sus hijos para que en ella fuesen dichosos y libres: ¡“El Señor les dio pan del cielo”!
Al pronunciar hoy tu oración, recuerdas también la palabra profética y la palabra inspirada con la que Dios guió a su pueblo, lo alimentó y lo fortaleció.
Pero la memoria de la fe te recuerda sobre todo la Palabra encarnada, el Hijo entregado, que puso su tienda entre nosotros. En verdad, “el Señor nos dio pan del cielo”, su amor nos dio pan del cielo, la fidelidad y la misericordia lo amasaron con humildad y sabiduría: pan de los ángeles, pan de los pobres, pan de los pecadores, ¡pan de la vida!, para los que teníamos como único destino la muerte,
Tengo un amigo enfermo. Mi amigo se va. Me dijo: “tengo un bicho malo”. Nos despedimos hasta el cielo. Nos abrazamos hasta el próximo abrazo. Había allí dolor de separación. Y había también esperanza, una esperanza cierta, pues el amor de Dios nos abrazaba a los dos. Era la vida, ¡la Vida!, era Jesús el Señor quien nos unía para siempre.
Guarda, Iglesia amada de Dios, guarda en tu corazón las palabras del Señor: “Yo soy el pan de vida”. Cree, come y vive.
Feliz domingo.