“Yo no te olvidaré”. 

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Cinco palabras para decir de él, de ti, y de lo que él es para ti: “Yo no te olvidaré”.

Ese “yo no te olvidaré”, resultaría un decir sobreentendido entre enamorados, pero es una paradoja asombrosa si lo escucha alguien que se ve olvidado, que se siente abandonado.

Ese “yo no te olvidaré” es una sorprendente, por no decir escandalosa, declaración de amor si se hace a quienes saben haber dado motivos ciertos para la desafección, a quienes reconocen haber olvidado y abandonado a su Señor.

Ese “yo no te olvidaré” es un evangelio del cielo para quienes han perdido la esperanza y se abandonan a la desdicha.

Hoy, ese “yo no te olvidaré”, resuena en medio de una comunidad de gentes en camino, extranjeros y peregrinos, hombres y mujeres en busca de pan y de futuro, desterrados como ayer Sión, abandonados de Dios como en la tarde del calvario Jesús de Nazaret.

Ese “yo no te olvidaré”, resuena hoy en medio de una comunidad de olvidados, de excluidos, de marginados, de prescindibles, de no pueblo…

Hoy, mientras escribo, me llega noticia de que 74 inmigrantes han muerto ahogados tras el naufragio de su embarcación en la que intentaban llegar a Europa. Los cadáveres han sido descubiertos en una playa del oeste de Trípoli.

Y es en esa playa de esperanzas muertas, en esa arena de los vencidos, donde el Señor de la vida hace resonar su increíble revelación: “Yo no te olvidaré”.

Esas cinco palabras que hablan de Dios y de amor, son las únicas que, pronunciadas allí, entre aquellos muertos, abren una puerta al misterio de la vida. Allí, mis palabras carecerían de sentido. Allí, las de la política sonarían a sarcasmo. Allí, las de consuelo serían siempre menos elocuentes que el silencio. Allí sólo caben, sólo pueden decir algo verdadero, palabras que salen de la boca de Dios: “Yo no te olvidaré”.

Es ahí, en el último calvario, en el lugar de los últimos abandonados, en el lugar de los últimos crucificados, donde la única palabra posible es la del Ausente, es la de Dios: “Yo no te olvidaré”.

Y en esa palabra suya, como en Dios mismo, descansa el alma. En esa palabra, como en Dios, se refugia la esperanza de los pobres.

Tú escuchas la palabra, la guardas en el corazón, la recuerdas, y Dios se te vuelve refugio y salvación.

En la quietud pascual del domingo, lo que aprendiste escuchando, Dios, entregándote a su Hijo en comunión, lo sella a fuego en tu corazón: “Yo no te olvidaré”.