A los fieles de la Iglesia de Tánger: PAZ Y BIEN.
Lo habéis oído en la noche de Navidad: En el campo de los pastores, en torno al ángel que les traía la buena noticia, “apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
Ahora, al comienzo del año, en el día que para ti, Iglesia en Navidad, es la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, el día octavo del nacimiento de tu Señor, el día del nacimiento de aquel cuyo nombre es “Admirable, Dios, Príncipe de la paz, Padre perpetuo”, oirás un mandato de bendición que recae sobre la aspiración más profunda del hombre, sobre el bien que Dios le puede ofrecer: “El Señor se fije en ti y te conceda la paz”.
Haciéndose eco de ese mandato divino, el Papa Francisco abre el nuevo año con palabras que nos alcanzan como un clamor de bendición: “Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra”.
Y yo, queridos, os pido que, con la determinación de quienes han conocido el amor que Dios nos tiene, llenemos de paz y bien este tiempo –el de nuestra vida- que se nos ha dado para amar.
De qué hablamos cuando decimos paz:
Se lo podemos preguntar al Señor, que manda bendecir a su pueblo con la paz. Se lo podemos preguntar a los ángeles de Dios que, en la noche del nacimiento de Jesús, anuncian la paz a los hombres de buena voluntad. Se lo podemos preguntar al mismo Jesús que, cuando se despide de sus discípulos, les da la paz, les deja en herencia su paz. Y se lo podemos preguntar al Resucitado que, al hacerse presente entre los suyos, los envuelve familiarmente en un saludo de paz.
La paz se nos muestra así inseparable de la cercanía de Dios a nuestra vida, del amor que Dios nos tiene, de la misericordia con que nos abraza, de la esperanza con que nos enriquece, de la gracia con que nos visita, de la salvación que nos ofrece, de la justicia con que nos une a él, de la plenitud a la que nos llama, plenitud que sólo Dios puede dar, fundamentar, sostener, acreditar, consolidar… La paz es todo el bien que podemos desear.
Busca la paz:
Para ti, Iglesia en Navidad, la paz –esa plenitud del bien- es inseparable de tu fe en Cristo Jesús.
Él es el sacramento del amor que Dios nos tiene, él es la misericordia con que Dios nos abraza, él es nuestra esperanza, nuestra justicia, nuestra redención, nuestra gracia, nuestra vida. Dicho todo en una vez: Él es nuestra paz.
Pudiéramos pensar que, si somos cristianos, ya somos hombres y mujeres en paz, hombres y mujeres de paz. Pero no hace falte que yo sobresalte a nadie diciendo que eso no es así, pues cada uno de nosotros es testigo de la paz que nos falta, de la paz que no damos, de la paz que no sabemos construir.
Condición primera para que busquemos la paz es reconocer que la necesitamos, como se necesita para vivir el alimento con que nos nutrimos o el aire que respiramos.
Es cierto que la paz es don de Dios, como lo es la fe en Cristo Jesús, como lo es la comunión con Cristo Jesús. Pero igualmente cierto es que el don aceptado es el comienzo de una tarea que hemos de realizar: La fe ha de ser mantenida viva, la comunión ha de ser fortalecida, Cristo ha de crecer en nosotros, y por la paz hemos de trabajar cada día hasta que ella se adueñe de nosotros, hasta que entremos en el descanso de Dios.
Tenemos tarea y tenemos dificultades, muchas dificultades, que vencer.
A vosotros, que aprendisteis la historia de la salvación en el regazo de la Iglesia y que, por eso mismo, estáis familiarizados con las páginas de la Sagrada Escritura, no os será difícil dar nombre a los enemigos que la paz ha tenido desde el principio en el corazón del hombre: La ambición del que quiere ser como Dios, la frustración del que se siente menos que su hermano, la arrogancia del que se siente más que los demás, el mal que se adueña del corazón humano, la soberbia que nos confunde para que no nos entendamos unos con otros… Enemigos de la paz son la injusticia, la opresión, la exclusión, la mentira, la desigualdad.
Si fuésemos conscientes de la facilidad con que nos ausentamos de la paz, creo que la recordaríamos como el hambriento recuerda el pan del que carece, o el enfermo recuerda la salud que ha perdido.
Busca la paz, Iglesia amada de Dios; búscala, como busca la cierva corrientes de agua; búscala, como buscas en la contemplación el rostro de Dios; apréndela como aprendes a creer, a esperar, a amar.
Paz para los pobres:
Pero hoy no es en la paz de nuestro corazón en lo que quiero fijarme. Sé que la buscáis y que la ofrecéis, la deseáis y la cultiváis, la amáis y la pedís.
Hoy necesito hablaros de “migrantes y refugiados”, “hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz”. Hoy quiero hacerme eco de las palabras del Papa Francisco para la LI Jornada Mundial de la Paz y aprender con vosotros a llevar paz a la vida de los pobres.
Porque nos amó, el Hijo de Dios se hizo hombre para ser nuestra paz.
Como si hubiese sentido en lo hondo de su divinidad el hambre de paz que atormenta las entrañas de la humanidad, Dios, con disposición propia de su sabiduría, a todos nos acogió, a todos nos ayudó, a todos nos atendió, a todos nos abrazó. Y de él aprendemos nosotros a llevar paz a la vida de todos. Del Hijo de Dios que, hecho hombre, se hizo nuestra paz, aprendemos a acoger, a ayudar, a atender, a amar, a perder la vida para que los demás puedan vivir.
Quien olvidado de los demás vive para sí mismo, ése se alía con la violencia, renuncia a ser dichoso y se pierde a sí mismo.
Compromiso con los pobres:
Puede que jamás lleguen a saberlo, pero habremos estado eficazmente al lado de los pobres si nuestra palabra, nuestras opciones políticas, nuestra forma de vida, contribuyen a erradicar las múltiples formas de violencia que ellos padecen.
Eso implica que se nos ha de hallar enfrentados a toda pretensión de justificar guerras, conflictos, genocidios…
Se nos hallará despiertos y activos contra toda forma de trata de seres humanos, de explotación, de esclavitud, de negación de la dignidad inalienable de la persona humana… contra el enriquecimiento de unos a costa del empobrecimiento de otros, contra el expolio de unos países por parte de otros, contra un sistema que supedita la dignidad de los personas a razones de seguridad o de beneficio económico.
Una moral políticamente correcta, halagada para dar una seguridad engañosa, ha hecho que nuestra sensibilidad ponga el grito en el cielo por un gato atrapado en un árbol o en un tejado, y duerma sueños tranquilos ante miles de hombres y mujeres concentrados sin piedad en el horror de los caminos de una emigración forzada y no regulada.
Nuestro compromiso con los pobres exige que denunciemos, tanto esa moral de salón como la moral desencarnada que con demasiada frecuencia predicamos los que nos sentamos en la cátedra de Moisés.
“Una mirada contemplativa”:
Queridos: muchas veces he intentado ejercitar con vosotros esa mirada: la que pone a la luz de la fe la vida de los pobres.
Contemplados bajo esa luz, ellos son los hijos para los que Dios reclama la mayor atención; ellos son nuestra propia carne; ellos son el cuerpo de Cristo; ellos son el Señor que llama a nuestra puerta y nos pide ayuda; ellos son ocasión inesperada y sorprendente que se nos da de acoger a Dios.
Esa mirada contemplativa anula en nosotros toda justificación para la indiferencia o el rechazo de los pobres. Esa mirada contemplativa nos sitúa en los caminos de los emigrantes y los refugiados, en las fronteras que se les cierran, en las pateras a las que suben, en los infiernos a los que son condenados.
Esa mirada contemplativa va más allá de razones económicas, políticas o religiosas.
Sí, he dicho también “religiosas”. Pues –somos testigos de ello- se han hecho escandalosamente numerosos los que, por mantener la supuesta identidad religiosa –la identidad cristiana- de una sociedad, de una nación o de un continente, justifican el sufrimiento de los pobres, el abandono al que son entregados los hijos de Dios.
Pobres razonadores ciegos; ¿cómo se puede mantener una supuesta identidad cristiana maltratando realmente a Cristo en sus hermanos pobres?
“El Señor os bendiga y os guarde”:
Ya sólo me queda, hermanos míos muy queridos, cumplir con vosotros el mandato del Señor y bendeciros:
“El Señor os bendiga y os proteja, ilumine su rostro sobre vosotros y os conceda su favor. El Señor se fije en vosotros y os conceda la paz”.
La paz que lleváis en el corazón es evidencia de la presencia de Dios en vuestra vida.
Tánger, 27 de diciembre de 2017
Festividad de San Juan evangelista.
Fr. Santiago Agrelo
Arzobispo de Tánger