Todavía resuena en el corazón el eco de la liturgia de la Virgen María: “Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios, porque me ha vestido un traje de gala me ha envuelto en un manto de triunfo como novia que se adorna con sus joyas”.
El profeta no dice «me revestirá» sino «me ha revestido», no dice «me envolverá» sino «me ha envuelto», y es que la fe y la esperanza traen al presente lo que el tiempo histórico conjuga en futuro.
Dios es sólo presente, y lo que de Dios tiene relación con nosotros es ya presente aunque sólo lo esperemos.
“¡Desbordo de gozo!” No lo digo de mañana: lo digo ya.
Y añado: los demás gozos terminan; éste, no. Mi gozo es para siempre como lo es la promesa de Dios, como lo es Dios.
Hoy la liturgia dominical se abre con el anuncio de una epifanía divina: “Decid a los cobardes de corazón: Sed fuertes, no temáis. Mirad a nuestro Dios que viene y nos salvará”.
Hoy escucho de nuevo palabras que mi incredulidad no sabe cómo hacer creíbles: “El bosque se regocijará, la montaña se alegrará, florecerán las orillas del Mar de la muerte, tus hijos se alegrarán con gozo y alegría”.
Tú, Señor, me confías promesas que sólo tienen sentido si se gritan contra la legalidad y la indiferencia que hacen inhóspitos para tus hijos, para tus pobres, el otoño, el invierno, la lluvia y el frío.
Tú me confías promesas que son verdaderas y consoladoras sólo si se hacen a los que habitan en tinieblas, en tierra y sombras de muerte, a los moradores del bosque, a los excluidos en la montaña, a los que han de aceptar una apuesta con la muerte si quieren atravesar los pocos kilómetros de un brazo de mar.
Para ellos, Señor, me has dado las palabras de tu promesa, palabras que suenan increíbles, por no decir escandalosas: “Sed fuertes, no temáis… vuestro Dios trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvará.”
Yo las pregonaré en una catedral, donde lo normal será que tus promesas no nos asombren ni nos sorprendan ni renueven nuestra esperanza, sencillamente porque la vida no nos ha llevado a sentir la urgencia, ni siquiera el interés, de verlas cumplidas.
Agobiado por el escándalo de su sufrimiento, hoy es el pobre quien se llega a ti, Señor, a tu Iglesia, a tu cuerpo que es la Iglesia, con la pregunta: “¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro?”
Y tú, por tu Iglesia, por tu cuerpo que es la Iglesia, le respondes y le anuncias lo mismo que anunciaste a los discípulos de Juan: “Los ciegos ven, y los inválidos andan. Los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen. Los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el evangelio”.
Hoy comulgamos contigo, Cristo resucitado, para ser tu cuerpo en el mundo, para que vivas en nosotros, para que en nosotros continúes tu lucha contra el mal del hombre, contra la angustia del hombre, contra leyes e indiferencia que llenan de heridas tu cuerpo en los pobres.
Hoy comulgamos contigo para que a los pobres se les anuncie el evangelio, y conozcan, porque cuidamos de ellos, que tú los amas y los salvas.
Hoy comulgamos contigo, Señor, para hacer verdadera nuestra Navidad.