Nuestra preparación para la Navidad la comenzamos suplicando: “A ti, Señor, levanto mi alma”.
Suplicando, nos disponemos a escuchar la palabra del evangelio: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”.
Y al comulgar, el Cuerpo de Cristo, que nos recibe y recibimos, es certeza de que nuestra súplica ha sido escuchada, de que “el Señor nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto”, pues hemos comulgado la divina misericordia, hemos recibido la salvación.
No habrá Navidad para mí si no la pido. No le abriré al Señor la puerta de mi vida si no deseo que entre en ella. No me inundará la alegría de su presencia si no he experimentado el vacío de su ausencia.
Los enfermos, los parados, los desahuciados, los emigrantes, los sobrantes, los hambrientos de pan y de justicia, los sedientos de misericordia y de perdón, los que han visto amenazadas por el exceso del dolor la fe y la esperanza, ésos son humanidad para el Adviento, humanidad necesitada de Navidad, de que venga para ella con la justicia la paz, humanidad abierta al anuncio de la gran alegría que se llama Jesús.
Fuera de la pobreza no hay Adviento. Fuera de la pobreza no habrá Navidad.
Con lo cual queda dicho que, si no conozco por mi propia condición las angustias de los pobres, habré de conocerlas necesariamente por comunión con quienes las padecen. Es éste un gran misterio: si quiero comulgar con Cristo, si quiero desear su venida, si quiero abrirle las puertas de mi casa, tendré que abrirlas de par en par a los pobres, comulgar con ellos, y desear con ellos que ilumine nuestras vidas la luz de la Navidad.
Feliz Adviento.