Con la palabra «Ascensión» nombramos el misterio de la exaltación-glorificación de Cristo nuestro Señor; y con la palabra «Asunción» nos referimos al misterio de la exaltación-glorificación que, por Cristo y en Cristo, se ha cumplido ya en la Virgen María, y se ha de cumplir un día en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
Dichosa tú, Virgen María que, por la fe, recibiste en la virginidad humilde de tu seno al Hijo de Dios, y hoy, “envuelta en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas”, eres recibida en la gloria de tu Hijo.
Dichosa tú, Iglesia de Cristo, que en este tiempo de gracia, acoges por la fe la palabra de Dios, recibes el Cuerpo de Cristo, abrazas a los pobres de Cristo, y que un día, bendecida por el Padre, serás acogida por tu Señor en el reino preparado para ti desde la creación del mundo.
“¡Qué pregón tan glorioso para ti, María! Hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas para siempre”. En ti se nos concede contemplar cumplido lo que en la eucaristía comulgamos como medicina de inmortalidad y prenda de la gloria futura.
Comulgar, vivir en la esperanza, amar, agradecer… Caminar, fijos los ojos en un cielo que se ha quedado sin fronteras, en un paraíso cuyas puertas, cerradas un día al hombre, se han vuelto a abrir para todos… Comulgar y caminar como la Virgen María, la más pequeña entre los humildes, la más de todos entre los necesitados, la más de Dios entre los hombres.
Enséñanos, Madre, a hermosear la tierra con un «hágase» a la palabra de Dios, al evangelio que hemos de llevar a los pobres, a la esperanza que nos ha de guiar hasta el cielo.