No dejes de ser “en él”:

xxvi-ordinario-bNo sé si vas a cantarlas. No sé siquiera si van a resonar leídas en tu asamblea dominical. Se trata de unas antífonas que han sido escogidas para que nos guíen a la hondura del misterio de la celebración.

La de entrada dice así:

“Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa, contra gente sin piedad; sálvame del hombre traidor y malvado. Tú eres mi Dios y protector”.

Esas palabras llevan dentro tu aflicción, tus gemidos, tu necesidad de salvación, tu fe, tu esperanza, tu hambre de Dios, tu sed de justicia.

En realidad, esas palabras llevan dentro el silencio de aquella mujer que la ley condenaba a morir, el grito de Jesús crucificado, la congoja de todos los excluidos, amenazados, humillados y sacrificados de la humanidad.

No podrás decir sola, Iglesia cuerpo de Cristo, las palabras de tu salmo, ya que el sufrimiento las hizo apropiadas para todos los empobrecidos de la tierra. Sube, pues, a tus labios la oración del desahuciado, del abandonado, del enfermo, del emigrante, del excluido; haz tuya la súplica del que no tiene trabajo, del que no tiene pan… Si de todos y tuyas son las lágrimas, de todos y tuya ha de ser la voz con la que clamas al Señor.

Esa comunión con los pobres en el dolor, te dispone para que comulgues en la justicia con Cristo resucitado:

“Mujer, ¿ninguno te ha condenado? Ninguno, Señor. Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Recuerda el evangelio que habrás escuchado. Aquel día, a Jesús “le traen una mujer sorprendida en adulterio” y “la colocan en medio”. Aquel día todos sabían lo que la ley decía sobre las adúlteras, pero querían oír lo que decía Jesús, y no porque quisieran aprender de él, sino porque querían comprometerlo y acusarlo. Aquel día “quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante”. Aquel día, aquella mujer, de labios de Jesús, escuchó las palabras de tu antífona:

“Mujer, ¿ninguno te ha condenado? … Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

Necesito que recuerdes el evangelio, porque hoy eres tú esa mujer y son para ti las palabras del Señor.

Advierte, sin embargo, la novedad del misterio: puedes decir que hoy el Señor “quedó solo contigo”; pero no podrás decir de ti misma lo que se dice de la mujer -“que seguía allí delante”-, pues habiendo hecho comunión con el Señor, no estás ya “delante de él” sino “en él”, y es “en él” donde te alcanza la gracia, el perdón, la reconciliación, es “en él” donde se sacia tu hambre de Dios, donde se apaga tu sed de justicia, donde se remedia tu necesidad de salvación.

“Anda”, Iglesia de Cristo, “y en adelante no peques más”: no te separes jamás de él, no dejes de ser “su cuerpo”, no dejes de ser “en él”.

Feliz comunión con los pobres. Feliz comunión con Cristo. Feliz domingo.