Sobre las palabras de este comentario que hoy recibes han pasado nueve años. No voy a cambiar una sola letra de lo que entonces escribí. Observarás, puede que con sorpresa, que se mencionan en él muchas de las formas que en este tiempo la muerte asume para acercarse a los pobres, pero que no se habla allí de emigrantes, ausencia de mención que, nueve años después, resultaría reveladora de ignorancia si no de complicidad con quienes hacen que una y otra vez se desplome sobre los emigrantes el muro de la muerte.
Podemos luchar con la muerte… y vencerla:
El evangelio de este domingo menciona a unos galileos “cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían”. Jesús, por su cuenta, hace referencia a “aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre Siloé”. Nosotros hoy nos acercaríamos al Maestro para decirle lo de Haití y lo de Chile; le hablaríamos de inundaciones y tsunamis, de muertos en las carreteras de la modernidad y en los caminos de las drogas; le contaríamos haber oído sin poder creerlo que hay Continentes del hambre, con millones de personas que mueren sin nada que comer y nada que reivindicar con la propia muerte; le pediríamos una palabra sobre los millones de muertes, contabilizadas unas, previstas otras, legalizadas todas al amparo de Leyes de Salud Sexual y Reproductiva.
Jesús no es un ateo en busca de una razón en la que apoyar su negación de Dios. Tampoco es un activista de partido que aprovecha la ocasión que los acontecimientos le ofrecen para denunciar acciones u omisiones de quien gobierna. Jesús es un creyente, y se dirige a quienes lo han interpelado, porque ellos, sus oyentes, que pudieran parecer meros espectadores de un drama vivido por otros, son en realidad actores en el mismo escenario y pueden correr la misma suerte que aquellos de quienes han hablado.
Las palabras de Jesús son para ti y para mí: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo”.
La palabra clave en la respuesta de Jesús es: convertirse.
La muerte improvisa y violenta interpela siempre la conciencia y cuestiona las certezas. La muerte, aunque no quieras, te deja un elenco de preguntas en el buzón del alma.
Las respuestas posibles son muchas. A mí me interesa la que dio Jesús: convertirse. Me interesa sencillamente porque tiene que ver conmigo, con mi vida, con mis opciones, con lo más hondo de mí mismo.
He dicho “conmigo”; tendría que decir “con nosotros”, con quienes hoy celebramos la eucaristía y escuchamos la palabra del Señor y hacemos comunión con él.
Hemos comenzado la celebración, diciendo: “Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red”. Que es como comenzar “convertidos” a Dios, vueltos hacia él, lleno de fe el corazón, y la mirada buscando, convertida, al que es nuestro libertador.
Luego oramos, confesando: “El Señor es compasivo y misericordioso”. Y la oración de la comunidad se hizo bendición al Señor, memoria de sus beneficios, de su perdón, de su bondad. Oramos con palabras de un salmista que no conoció a Jesús; oramos, llenando las palabras de su salmo con la memoria del amor que Dios nos ha revelado en las obras de Jesús; oramos convertidos a Cristo Jesús y a nuestro Dios.
Luego comulgaremos, y, como Jesús y como el Padre, nos convertiremos a todos los que necesitan piedad y amor: a las víctimas de terremotos y saqueos, de inundaciones y tsunamis, de violencias y ambiciones, de egoísmos y vanidades.
En nuestras manos está salvar de la muerte, y todos tenemos experiencia de este poder maravilloso que se nos ha dado: podemos arrebatar víctimas al aborto, al hambre, a las drogas, al SIDA, a la esclavitud sexual, a todas las formas institucionalizadas que la muerte ha ido asumiendo en la historia de la humanidad. ¡Podemos!
Bienvenidos al mundo de Jesús. Feliz domingo.