UN SACRAMENTO PARA EL ENCUENTRO

A LOS PRESBÍTEROS, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A LOS FIELES LAICOS  DE LA IGLESIA DE TÁNGER

A todos vosotros, amados del Señor: Paz y Bien.

corpus-christiQueridos: Antes de hablar de Eucaristía vamos a hablar de revelación, de ese camino misterioso que Dios ha recorrido en el tiempo para encontrarse con cada uno de los hombres y mujeres que su amor ha llamado a la vida. El camino de la revelación de Dios al hombre ha alcanzado su meta en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, en Jesucristo el Señor, hombre verdadero y Dios verdadero. Desde que en Cristo Jesús el tiempo se ha cumplido, y el proceso de la revelación se ha completado, y las figuras fueron asumidas en la realidad, desde entonces el misterio de Dios –salvación prometida-, es ya para nosotros y para siempre el misterio de Cristo –salvación cumplida-.

También es verdad que el misterio de Cristo, y con él la totalidad de la revelación, se abre al misterio de la Iglesia –que es cuerpo de Cristo, pueblo santo de Dios, depositario de una alianza nueva y eterna-, y, dentro de la Iglesia, se abre al misterio de la Eucaristía –comunión de Dios con el hombre en Cristo Jesús, comunión que se extiende, por la fe y el Espíritu Santo, a todos los que participan en la entrega obediente del Hijo de Dios-.

Es verdad, «en los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos»[1]; y la fe intuye que ese «encuentro» se consuma mística, real y verdaderamente en la comunión eclesial y en la comunión eucarística.

Hoy quiero hablar con vosotros de este encuentro eucarístico y eclesial, místico, real y verdadero, entre Dios y el hombre, entre Dios y sus hijos, entre Dios y su pueblo.

Considerad las figuras del encuentro de Dios con su pueblo

El desierto:

La primera de esas figuras nos la ofrece el libro del Deuteronomio, y representa la relación de Dios con su pueblo en el desierto. Las palabras de la revelación permiten intuir que esa relación fue a la vez cercana y tensa, íntima y dramática, hecha de privaciones y recuerdos, de pobrezas y esperanzas.

Los rasgos del icono hieren nuestra sensibilidad timorata y chocan con nuestra religiosidad edulcorada y tranquilizadora. No escondas, hermano mío, las palabras de la revelación: “Él te afligió haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná… Te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin gota de agua… Sacó agua para ti de una roca de pedernal… Te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres”.

Olvida tu ideología religiosa y déjate penetrar por la palabra del Señor.

Verás que todo en tu vida –ya no hablo del pueblo de Israel en el desierto, sino de ti y de mí-, verás que todo está orientado a que el Señor lo sea todo para ti, y tú lo seas todo para tu Señor.

Eras esclavo, y Él te liberó. Nunca le hubieses reconocido como tu libertador, si antes no hubieses experimentado la dureza amarga de tu esclavitud; y no será posible que mantengas vivo el recuerdo de su paso liberador, si no mantienes vivo el recuerdo de tu vieja servidumbre y de tu humillación. Dulce recuerdo el de mi esclavitud que me permite admirar la grandeza de mi redentor. Es ese milagro de amor el que hace estallar en la Vigilia pascual la alegría de los redimidos: ¡Oh culpa dichosa, que nos trajo tal Redentor!

¿Todavía no te ha llevado al desierto? ¿Aún no conoces ese lugar de dragones y alacranes? ¿Todavía no sabes lo que es caminar por un sequedal sin una gota de agua? Entonces todavía no sabes que Dios, tu Dios, sólo Él, es para ti agua y pan, sombra y abrigo, alimento y compañía. Escucha lo que por el profeta te dice el que te ama, el que te busca: “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón”. Si vuelves a fijar los ojos en el icono del desierto, no verás otra cosa que pasión de Dios por encontrarse contigo.

Jerusalén – Sión:

La segunda figura nos la ofrece el Salmista, y hoy oramos contemplándola. Esta figura representa la relación de Dios con su pueblo en la ciudad santa de Jerusalén.

Ahora el lenguaje no nos escandaliza: “El Señor ha reforzado los cerrojos de tus puertas y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina…”.

Tú sabes que esta imagen es fiel reflejo de la otra, pues sólo en el desierto el Señor llega a ser todo para su pueblo: el Señor es recinto amurallado, protección reforzada, bendición y paz, protección y alimento para los hijos de la alianza.

Tú sabes que Jerusalén es ciudad santa sólo si es la ciudad donde Dios se encuentra con su pueblo. Si deja de ser lugar de encuentro, empieza a ser lugar de perdición, de injusticia, de maldad, de opresión, de muerte. Si deja de ser lugar de encuentro de Dios con su pueblo, empieza a transformarse en desierto sin Dios, en sequedal sin una gota de agua, en lugar de dragones y alacranes.

Hoy, desde la nueva Jerusalén, desde comunidad de fe que es nuestra Iglesia, hemos cantado al Señor: “Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión”. Cantamos al Señor, porque le hemos reconocido como maná en nuestro desierto, como agua en nuestro sequedal, como esperanza en nuestra aflicción, como bendición en nuestra pobreza, como protección en nuestra soledad. Cantamos al Señor porque nos hemos sentido seguros en su recinto: lo hemos sentido tan nuestro como lo son de una ciudad las murallas que la rodean. Cantamos al Señor porque lo hemos sentido tan cerca como lo está de nosotros la palabra que él nos ha dirigido.

Considerad ahora la realidad, cuando las figuras se cumplen, cuando las promesas se hacen evangelio:

El Señor continúa llevando a su pueblo al desierto. Todos conocemos de cerca el desierto, el lugar de nuestra peregrinación, el lugar de la prueba, el lugar a donde el Señor nos ha llevado para hablarnos al corazón. Mi desierto está hecho de soledad, de miedo, de necesidad, de búsqueda, de oscuridad, de vacío, de muerte. Puede que a fuerza de buscar agua, me haya olvidado de que es la vida lo que cuenta, puede que me haya olvidado de buscar a mi Dios.

Conozco de cerca el desierto por el que atraviesan los enfermos sin esperanza, los ancianos en su soledad, los vencidos de la sociedad, los nuevos esclavos de los nuevos faraones, los últimos entre los pobres. Conozco tantos desiertos y tantas angustias, tanto abandono y tanto dolor que he llegado a pesar a Dios ausente de nuestros caminos, ajeno a nuestras luchas, indiferente ante nuestro sufrimiento.

Pero aquella voz que oí resonar llena de vida, era su voz, la voz de mi Seor, y resonaba humilde y fuerte en mi desierto: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan, vivirá para siempre”. No ha querido nuestro Dios darnos un maná como al pueblo de Israel, ni un pan como al profeta Elías; él ha querido ser nuestro pan. No ha querido darnos un agua milagrosa, que brota de una roca golpeada; él ha querido ser para nosotros fuente agua que salta hasta la vida eterna.

No podemos olvidar nuestro desierto, lugar de nuestra pobreza y nuestras luchas, pero lugar también de nuestro encuentro con el Señor, encuentro tan real y verdadero que, en Cristo, Dios se ha hecho para siempre tuyo, y tú te has hecho para siempre de Dios.

Hoy, aunque continúes caminando en el desierto, por la fe y por la comunión, tú habitas en el Señor y el Señor habita en ti; el Señor es la ciudad de tu morada, y tú eres la morada del Señor.

La eucaristía es sacramento del amor que el Padre tiene a sus hijos, de la entrega del Hijo a sus hermanos, de la acción del Espíritu en su Iglesia, de la pasión de la Iglesia por los pobres.

La eucaristía que celebramos y recibimos es para nosotros plenitud de revelación, pues en ella el encuentro de Dios con su pueblo se hace, no sólo real y verdadero en la humildad del sacramento, sino también abierto a la plenitud que un día se ha de manifestar sin velos en la gloria del cielo.

No quiero, sin embargo, que el gozo de este encuentro místico con el Señor en la verdad del sacramento nos lleve a olvidar el gozo del encuentro con Dios en la verdad de la comunión eclesial. Porque bebemos todos de un único cáliz, todos estamos unidos en la sangre de Cristo. Porque es uno el pan que partimos y compartimos, todos estamos unidos en el cuerpo de Cristo.

No hay comunión con Dios sin comunión con los hermanos. No hay encuentro con Dios sin encuentro con los hermanos. Sólo podré decir con verdad que yo vivo en Dios, si puedo decir con verdad que los hermanos viven en mí.

Glorifica al Señor, Iglesia santa, nueva Jerusalén, morada del Altísimo. Alaba por siempre a tu Dios, que camina contigo, y ha querido ser para ti el pan que ha bajado del cielo para que, comiéndolo, vivas para siempre.

Tánger, 21 de mayo de 2008.

Siempre en el corazón Cristo.

+ Fr. Santiago Agrelo Martínez

Arzobispo de Tánger



[1] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, 21.