Hemos llegado a los últimos días del Año Litúrgico, y no nos sorprende que la palabra de Dios proclamada en nuestra celebración dominical parezca poner también delante de nuestros ojos los tiempos últimos de la historia de la salvación, de la que el Año Litúrgico es una imagen sacramental. Vosotros sabéis, sin embargo, que la palabra de Dios, aunque referida al pasado más remoto o al futuro más lejano, proyecta siempre su luz sobre el presente, es decir, sobre nuestra celebración de hoy y sobre nuestra vida.
Guiados por la palabra de Dios, intentaremos acercarnos a la verdad de la celebración y a la verdad de la vida, a lo que somos y a lo que esperamos ser.
Unidos en una sola voz, formando un solo cuerpo, hemos orado, diciendo: “El Señor llega para regir la tierra con justicia”.
¿Quién es el que ora? ¿De quién es esa única voz? ¿Quién forma ese único cuerpo? En la unidad de la oración he podido distinguir con nitidez, junto a la voz del salmista, la voz de cada uno de vosotros, y también la voz de los desheredados de la tierra que han entrado con su pobreza en vuestras vidas. Son muchos los que para vosotros tienen un rostro concreto y un nombre, porque han llamado alguna vez a vuestra puerta. Son muchos, muchísimos más, los que entran en nuestra oración como un grito sin rostro y sin nombre, hombres y mujeres sin patria, sin documentos, sin raíces, moradores del sufrimiento y del hambre. He oído también resonar en nuestra asamblea, a una voz con la nuestra, la oración de los muertos: era la oración de una multitud de hombres y mujeres y niños sepultados por el desierto o devorados por el mar.
Y, sin embargo, nosotros con ellos, con los desheredados de la tierra, hemos orado, diciendo: “El Señor llega para regir la tierra con justicia”. Las palabras de nuestra oración, nacidas al calor de la fe, estaban tan empapadas de esperanza, y llenaban el corazón de gozo tan grande que hemos sentido necesidad de invitar la creación entera a participar en nuestro himno de alabanza al Señor: “Tocad, suenen los instrumentos, aclamad, retumbe el mar, aplaudan los ríos, aclamen los montes”.
¿Dónde se fundamenta nuestra esperanza? ¿De dónde brotan los gozos? ¿De dónde nace nuestro canto? Habíamos oído la palabra del profeta: “Llega el día”; y hemos orado, diciendo: “El Señor llega”. Llega el fuego, y quemará la paja. Llega un sol de justicia, y trae la salvación en las alas. Llega el Señor para regir la tierra con justicia. Vienen a la memoria las palabras de Jesús en la montaña: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”; dichosos, dice, bienaventurados, felices, porque Dios los saciará. El Señor que llega, él es el fundamento de la esperanza, el hontanar de los gozos, la razón de nuestro canto.
Hemos orado, diciendo: “El Señor llega para regir la tierra con justicia”, y la memoria de la fe puso delante de nuestros ojos el misterio inefable de la encarnación, y contemplamos a Cristo Jesús, buena noticia de Dios para los pobres, justicia de Dios para los oprimidos, libertad para los esclavizados, perdón para los pecadores, luz para los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. “El Señor llega para regir la tierra con justicia”, dijiste, y tu corazón se abrió para acoger, por la comunión, a Cristo que llega, buena noticia, justicia, libertad, perdón y
luz que viene a tu vida. “El Señor llega para regir la tierra con justicia”, dijimos, y pensamos en el día del Señor, cuando todo se hará definitivo y pleno: La comunión con Cristo, el evangelio, la justicia, la libertad, el perdón y la luz.
Un sueño: Que cada uno de nosotros sea para los pobres un signo de la llegada salvadora de Dios a sus vidas.
Un deseo: Que llevemos siempre a Cristo en el corazón.
Feliz domingo.