La palabra del Señor proclamada en la liturgia eucarística de este domingo remite de varias maneras a «la noche» como tiempo de realización de las promesas divinas, tiempo de salvación para los inocentes, tiempo de gloria para los elegidos, tiempo de gracia para que los fieles del Señor esperen en vela su llegada, la llegada de la misericordia, la llegada de la liberación.
La noche de la salvación es una noche habitada por hombres y mujeres de fe, hombres y mujeres que se han puesto en camino porque Dios los ha llamado, y saben que su Dios es un Dios fiel.
En la noche de la salvación sólo hallaremos pobres con esperanza, hombres y mujeres que han conocido con certeza la promesa de su Señor.
En la noche de la salvación Dios ha puesto su palabra, su promesa, su fidelidad, su lealtad. Y el hombre se mueve en esa noche iluminado por la fe, animado por la esperanza, apoyado en el amor de su Señor, que es para sus fieles auxilio y escudo.
Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, obedeció Abrahán a la llamada del Señor y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Abrahán se hizo peregrino en la noche, porque la fe en su Dios le dio la certeza de que llegaría un día en que él, Abrahán, anciano y sin descendencia, ya no sería capaz de contar el número de sus hijos, como ahora, en la noche, no era capaz de contar el número de las estrellas.
Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, velaron los hijos de Israel, aguardando el paso del Señor; velaron con la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano. Porque creyeron, velaron; porque creyeron, rociaron con sangre las jambas y el dintel de la casa; porque creyeron, comieron a toda prisa la pascua del Señor; porque conocieron con certeza la promesa de que se fiaban, pasaron de la esclavitud a la libertad.
Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, veló y obedeció Cristo Jesús; porque creyó, él se entregó en su noche a la voluntad del Padre para beber el cáliz; porque esperó, él se entregó libremente a su pasión, para destruir la muerte y manifestar la resurrección; porque creyó y esperó y amó, él se entregó con el perdón a los que lo crucificaban, y con infinita misericordia a todos los que con su sangre él redimía. Porque creyó, esperó y amó, Cristo Jesús entregó su vida en las manos del Padre, y a nosotros nos entregó su Espíritu para que fuésemos hijos según el corazón de Dios.
Así, en la noche, en la fe, que es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, han de velar los discípulos de Jesús. Los discípulos velarán sin temor en la noche, porque esperan el día en que se manifestará el Reino que el Padre les ha dado. Los discípulos velarán en la noche, ceñida la cintura y encendidas las lámparas, esperando la última Pascua, la venida del Hijo del Hombre, la liberación definitiva de los hijos de Dios.
Queridos, hemos considerado hasta aquí algo de lo que la palabra de Dios nos dice acerca de la noche como tiempo de salvación; pero no hemos dicho nada de nuestra Eucaristía ni de nuestra asamblea.
La Eucaristía de la comunidad cristiana es realización verdadera de la palabra de Dios que hemos escuchado.
A la Eucaristía, como a los caminos de la noche de la salvación, vienen los pobres que esperan el Reino de Dios, los oprimidos que esperan justicia, los pacíficos que esperan la manifestación de los hijos de Dios. En verdad, este tiempo de gracia de nuestra Eucaristía se halla habitado por pobres con esperanza.
En este tiempo de gracia, el Señor hace brillar delante de su pueblo la luz de Cristo resucitado, columna de fuego divino que acompaña en todos los caminos de la vida la peregrinación de los redimidos. En esta Eucaristía, los hijos piadosos de un pueblo justo ofrecen a Dios el único
sacrificio agradable a sus ojos, el sacrificio de Cristo Jesús, sacrificio de obediencia ofrecido en la vida y consumado en la muerte del Señor. En este tiempo de gracia, los creyentes aguardamos confiados y esperanzados y vigilantes la llegada del Señor, para abrirle apenas venga y llame. En esta Eucaristía, en la verdad escondida de este admirable sacramento, nosotros somos aquellos siervos dichosos, a quienes el Señor, al llegar y encontrarnos en vela, se ciñe, nos hace sentar a la mesa, y nos va sirviendo, y es él mismo el que se nos entrega como pan de vida y bebida de salvación.
La Eucaristía que celebramos es siempre tiempo de salvación, noche de gracia, noche en la que el Señor fue entregado, noche en la él nos entregó su Cuerpo y su Sangre para el perdón de los pecados y para una alianza nueva y eterna con Dios.
La Eucaristía nos hace moradores de la noche de la salvación, peregrinos en los caminos de la fe, pues en la Eucaristía escuchamos la palabra que en la vida obedecemos; en la Eucaristía acogemos al Señor, de quien en la vida esperamos la llegada; y somos, en cada momento de nuestra vida, el pueblo que el Señor liberó en la Pascua sagrada, los siervos que el Señor sirvió en la santa comunión, los redimidos a quienes el Señor llamó para hacer con ellos una alianza de amor.
Este misterio de salvación que es la celebración eucarística y también nuestra vida, esta noche de gracia más luminosa que el día, anticipa en la experiencia sacramental el encuentro definitivo del Señor con su pueblo: “Dichoso el criado a quien su amo al llegar lo encuentre cumpliendo con su tarea… Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá”. Grande, muy grande es el don que recibimos. Grande, muy grande es la responsabilidad que asumimos. ¡Estad preparados!
¡Feliz domingo!