Queridos: La palabra de la revelación nos ayuda a acercarnos al misterio inefable de la relación de Dios con los pecadores, es decir, con nosotros.
¿Quién sois vos, Señor, y quién soy yo? Poco o nada podrá conocer del infinito amor de Dios –no sabrá responder a la pregunta “¿quién sois vos, Señor?”-, quien no haya experimentado la pobreza de la propia condición –quien no haya respondido con verdad a la pregunta “¿quién soy yo, Señor, delante de tus ojos?”-.
La palabra de la revelación, con figuras diversas, nos acerca hoy a la verdad de nosotros mismos, hombres y mujeres que de muchas maneras nos hemos desviado del camino que el Señor nos ha señalado, creyentes marcados por la culpa, impuros por el delito, manchados por el pecado.
Y la misma palabra nos acerca a la verdad de Dios, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios fiel a sus promesas, aquel cuyo nombre es misericordia y bondad, gracia, fidelidad y compasión.
Guarda siempre en tu memoria tu nombre de pecador, de modo que nunca olvides el nombre santo de tu Dios. Recuerda siempre tu miseria, de modo que no nunca olvides su misericordia. Recuerda tu pecado y la dureza de tu corazón, de modo que no olvides su gracia y su ternura.
En efecto, el Dios santo, justo y fiel, por el amor con que nos amó a nosotros pecadores injustos e infieles, nos dio a su Hijo único, para que, por la fe en él, recibiésemos gracia sobre gracia y tuviésemos vida eterna. El Hijo de Dios vino al mundo para salvar a los pecadores, y nosotros somos los pecadores a quienes el Hijo de Dios vino a salvar. Él es aquella mujer que enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que encuentra su moneda perdida, hasta que me encuentra, como si yo fuese su única moneda. Él es aquel dueño de las cien ovejas que deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada hasta que la encuentra; y cuando te encuentra, hermano mío, te lleva sobre sus hombros, muy contento, como si tú fueras su única oveja.
Si recuerdas el nombre de Jesús, recuerdas que Dios te busca, y sabes que, si te encuentra, hay alegría entre los ángeles del cielo porque se ha llenado de alegría el corazón de Dios.
Si recuerdas el nombre de Jesús, sabes que Dios es tu Padre y que, mientras tú estás todavía lejos de él –tan lejos que no podrías acercarte a él si él no se acercase a ti-, tu padre te ve y se conmueve, y corre a tu encuentro y te abraza y te besa, y manda preparar un banquete y hacer fiesta, porque estabas perdido y te ha encontrado, estabas muerto y has vuelto a la vida.
Si recuerdas el nombre de Jesús, recuerdas la misericordia de Dios que te visita, la gracia de Dios que te santifica, la fidelidad de Dios que te justifica, el amor de Dios que te salva.
Pero hoy, hermano mío, no sólo pronuncias el nombre de Jesús y traes a la memoria cuanto ese nombre significa, sino que te encuentras realmente con tu salvador y redentor, escuchas verdaderamente su palabra que te ilumina, y recibes su Espíritu que congrega en la unidad a todos los que participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.
Y si es Jesús quien hoy te encuentra, hoy te has encontrado con la misericordia de Dios, hoy te ha rodeado la bondad de Dios, hoy te has sumergido en la compasión de Dios, hoy te ha visitado la santidad de Dios, hoy has sido renovado por dentro y te han dado un corazón nuevo, un espíritu nuevo.
“¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los humanos se acogen a la sombra de tus alas”.
Queridos: Sólo desde la verdad de un corazón quebrantado y humillado puede subir hasta el Señor la verdad de nuestro sacrificio. Sólo si el Señor nos ha abierto los labios con su misericordia, nuestra boca proclamará con verdad su alabanza. Haced que hoy sea verdad vuestro sacrificio, vuestra alabanza, y con ellos, sea también verdad la alegría de Dios por vosotros.
¡Feliz domingo!