A la Iglesia de Dios que peregrina en Tánger: Paz y Bien.
El saludo que aprendí del bienaventurado Francisco de Asís y que suele encabezar las cartas que os escribo, es reconocimiento agradecido de que la Paz y el Bien son dones de Dios, y, al mismo tiempo, es confesión humilde de que todos y siempre, para acoger esos dones, necesitamos que la fe les abra las puertas de nuestra casa.
Pronunciado aquí, el acostumbrado saludo se nos vuelve clamor de súplica, pues hambre, fronteras y fundamentalismos, injusticia y violencia, parecen haber apartado paz y bien de nuestras ciudades, de nuestras casas, de nuestros corazones.
A vosotros, amados de Dios, que preparáis esperanzados la venida de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a vosotros que, por la fe, habéis recibido al Príncipe de la paz y habéis nacido de Dios, a vosotros que conocéis de cerca la violencia de innumerables injusticias y la injusticia de intolerables violencias, a vosotros os digo: llevad a todos el don de la paz y el bien que habéis recibido y que anticipa en la tierra la alegría del cielo.
“Paz en la justicia”:
Escucha, Iglesia amada del Señor, escucha y guarda en el corazón las palabras de la promesa que se te hace: “Dios te dará un nombre para siempre: «Paz en la justicia»”.
Esa promesa se pronunció un día en medio de un pueblo que, sobrado de lutos y aflicción, andaba escaso de esperanza.
Hoy se proclama en medio de ti, Iglesia de Cristo, llamada a ser en esta hora del mundo un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ti un motivo de esperanza.
Si el nombre que se te da es el de «Paz en la justicia», si eso es lo que el Espíritu de Dios con su santa operación ha hecho de ti, si ése es tu ser, ésa ha de ser también tu tarea, ésa es tu vocación, ésa tu misión.
Tú sabes que la promesa se ha cumplido ya, y que el nombre de «Paz en la justicia» le corresponde en plenitud a Cristo Jesús nuestro Señor y Salvador. Con él entró en la tierra la paz, el bien, la reconciliación, la justificación; con él, paz y bien, reconciliación y justificación, alegría y gloria, han puesto su tienda entre nosotros: ¡Él es nuestra paz! ¡Él es nuestra justicia! ¡Él es nuestra «Paz en la justicia»!
Tú sabes, Iglesia de Cristo, que eres en el mundo presencia real de tu Señor, del Hijo más amado, del que está a la derecha de Dios en el cielo, pues él ha querido ser tu cabeza, y que tú fueses su cuerpo.
Recuerda lo que eres, de modo que jamás olvides lo que has de hacer. Si eres el cuerpo del Señor, tu vida es inseparable de la suya, tus palabras han de nacer de su evangelio, tus sentimientos han de ser los mismos que él ha tenido, tus acciones, como las suyas, han de manifestar a los pobres la llegada del reino de Dios.
Así, asombrada y agradecida, el nombre de «Paz en la justicia» lo dirás hoy de Cristo tu Señor; y, esperanzada y dichosa., entenderás que se dice también de ti misma.
La paz que tú eres no es la que impone el poder de los tiranos, no es la que buscan los ejércitos con la victoria, no es la que finge quien banquetea cada día a la vista de los pobres, no es la que sueña el necio que acumuló tantas riquezas que piensa dedicarse a disfrutar de ellas sin preocupaciones.
La paz que tú eres está hecha de luz para los ciegos, de libertad para los oprimidos, de perdón para los que te ofenden; tu paz está hecha de consuelo para los que lloran, de alegría para los tristes, de compasión para los necesitados de misericordia; tu paz está hecha de pan y de agua, de vestido y de cariño, de humildad y de servicio; tu paz está hecha de tu vida, fluye de tu corazón, se derrama por tus manos, llega a todo lo que tocas, llega a todos los que Dios ama… tu paz es la de quienes imitan en su vida el amor que es Dios, el amor con que Dios nos ama.
Ven, Señor Jesús:
Hoy comulgarás con Cristo Jesús tu Señor, con la verdadera «Paz en la justicia», y en la intimidad de ese encuentro, te verás agraciado, transformado en aquel a quien recibes, y llamado a la vocación altísima de continuar en el mundo su misión de evangelizar a los pobres. Pero al mismo tiempo, verás apenado que en ti los nombres están lejos de haber alcanzado su plenitud de verdad, verás que es mucho el camino que todavía has de recorrer para ser de Cristo, para ser Cristo, para ser «Paz en la justicia».
Por eso clamas por el que amas: «Ven, Señor Jesús»; y suplicas por la misión que has de cumplir: “Venga a nosotros tu reino”. Por eso vives siempre en adviento, y esperas aunque tu fe haya conocido ya el nacimiento de tu Salvador, y clamas por lo que esperas, aun agradeciendo siempre lo que ya has recibido.
El Espíritu y la esposa dicen: “Ven, Señor Jesús”. Los pobre dicen: Ven, Paz en la justicia.
Tánger, 2 de diciembre de 2015.
+ Fr. Santiago Agrelo